IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Lágrimas de acero

Guillermo Alonso, 16 años

               Colegio Vizcaya (Vizcaya)  

En un pequeño pueblo costero había un mirador desde el que podían disfrutarse de las vistas más bellas del océano. Una estatua de una pescadora con una antorcha entre las manos recibía a los visitantes. El paisaje estaba compuesto por verdes colinas, fábricas metalúrgicas y un brillante mar que se lanzaba tierra adentro por una ría. Es fácil de comprender por qué aquel era el sitio favorito de María. Allí se sentaba a pensar mientras contemplaba la unión entre las montañas y el agua, entre el hombre y la naturaleza.

Aquella tarde observaba el cielo azul tumbada en la hierba, rodeada de flores blancas y amarillas. A su lado, una pareja de ancianos se sentó en un banco. Les sonrió. No había tarde en la que faltaran a su cita con el mirador. A veces se contemplaban a los ojos, otras se cogían de la mano y otras se quedaban en silencio observando el horizonte. Parecía como si ante el dorado atardecer se quedaran sin palabras, más aún, como si éstas sobraran.

-Qué bonito sería encontrar una persona así –pensó con el pensamiento en el anciano– Es una lástima que no tenga tiempo para salir a buscarla…

La primavera dejó paso al verano. La brisa templaba la costa y la hierba del mirador estaba más verde. Todo cambiaba, salvo ellos, que seguían acudiendo fieles al banco frente al océano. Se miraban a los ojos, se daban la mano y contemplaban el horizonte. Todos los días, de seis a siete y media de la tarde pasaban a formar parte del parque, al igual que la vieja estatua de forja. Y María, desde la hierba, los miraba con cariño y sana envidia.

Las cosas siguieron su monótono curso hasta que, un día en el que María volvió al mirador descubrió que algo había cambiado: en el banco, frente al mar brillante, el anciano estaba sentado sin la compañía de la mujer. Miraba al horizonte con las manos entrelazadas, sin encontrar otras que sostener; los ojos distantes no tenían otros que mirar y no le quedaban palabras que decir por no tener a quién dirigirlas.

A María se le encogió el corazón. Se acercó al anciano, tomó asiento junto a él y miró al mar. Pasaron un rato así hasta que, en un momento, el señor asió la mano de la chica con la fuerza de un hombre desesperado.

-¿Puedo hacerle una pregunta?

-Sí, claro –murmuró él.

-¿Qué sentido tiene venir aquí si ella no está?

-Eso no es cierto. Está allí, esperándome.

María permaneció callada, sujetando la mano arrugada del viejo, que estaba tranquilo porque tenía a su mujer guardada en un resquicio secreto de su alma, grabada en el corazón.

Cuando empezó a anochecer, se levantó del banco y se despidió del hombre. Antes de marcharse se detuvo frente a la oxidada pescadora que siempre observaba en silencio a la los paseantes que se detenían en el mirador. La antorcha entre las manos y la vista hacia el mar, María creyó que derramaba una pequeña lágrima metálica.