IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Lágrimas de un espartano

Meritxell Iglesias

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Los brazos poderosos le caían pesadamente sobre su torso entumecido. Las piernas le flaqueaban y el escudo era una carga demasiado grande, incluso para su musculosa espalda. El casco le ocultaba la visión. Lo arrojó al suelo junto con la corta espada. Se sentó en las nudosas ramas de aquel sauce y, con el manto rasgado, se secó la frente perlada de sudor. Llevaban muchos días de marcha bajo un sol abrasador. Por la noche hacían turnos para vigilar a los astutos persas. Estaba agotado, pero no debía quejarse. Alzó la vista hacia la luna, que emitía una luz plateada. Sus compañeros estaban al acecho, escondidos en la penumbra del bosque que se extendía por el Este. Debería sentirse nervioso esperando el  inminente y cruel destino para el que fue entrenado durante su corta vida.

Pero no. Esa noche experimentaba una sensación muy distinta. De pronto, algo muy poco familiar para Stelios asomó por sus pupilas verdes: era una lágrima. Se asustó y se la secó rápidamente. Éste debía ser su secreto, porque los espartanos no lloraban, nunca. Él había luchado contra las fuerzas de los dioses de la naturaleza, había vencido al hambre y la sed, se había burlado de los monstruos del Tártaro e incluso de la propia muerte, pero no estaba preparado para llorar. No debía olvidarlo, pero incluso el arrullo casi inaudible de las hojas secas le susurraban aquel dulce nombre: Lardaith. Ahora imaginaba que la sostenía en sus cansados brazos, que acariciaba sus rizos dorados y que ella le cantaba una canción de la bella Esparta. Por un momento creyó vislumbrar en el horizonte sus ojos azules como el Egeo, un mar que difícilmente volvería a ver. ¿Por qué peleaban los hombres? ¿Por qué debían enfrentarse aquellos que deberían crecer juntos? ¿Por qué derramar la misma sangre? ¿Por qué ya no vería jamás a su dulce espartana? ¿Por qué...? Ellos eran una minoría. Tenían perdida la batalla contra el ejército persa. La disciplina y el orgullo espartano no les servían ahora de nada.

En aquel instante se escuchó un cuerno. Ya habían llegado. Stelios vio como los hombres se entrelazaban en un mar de gritos, sangre, locura y perdición. Cayó de bruces al suelo y suspiró: “Adiós, amor mío”. Pero no lloró, porque los espartanos no lloraban, nunca.

Aquella fue la batalla de Las Termópilas, donde trescientos espartanos se enfrentaron contra el gran poder turco. Todos murieron. Fue el último suspiro de gloria, orgullo y vanidad de la antigua Grecia.