XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Las alas de las palabras

Amaya Senciales, 17 años

                  Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

El día que Leo perdió a su hijo y a su esposa, las palabras dejaron de tener significado para él. Dejó de encontrarle sentido a la vida. Dejó de hablar, de escribir y de comprender a los demás. En definitiva, dejó de comunicarse. Sus ojos, antaño expresivos, miraban sin ver a la gente que le rodeaba. No hacía siquiera el intento de comer y no era capaz de valerse por sí mismo. Se convirtió en una estatua de rostro inmóvil y melancólico.

Los médicos aseguraron que era fruto de un trauma y que en breve tiempo recuperaría el habla y volvería a la normalidad. Pero los días se transformaron en semanas, y las semanas en meses y sus familiares decidieron contratar a una sucesión de enfermeros que pudiera hacerse cargo de él en su propia casa.

Por su parte, Leo se refugió en la terraza de su ático. Allí pareció desarrollar una sensibilidad especial para las plantas y los animales. Gracias a ellos salió de su inmovilidad, aunque no de su mudez, y en pleno invierno su balconada se convirtió en un pequeño oasis cultivado por sus propias manos. El hombre que había dejado de comunicarse con las personas ahora se relacionaba con su jardín. Creía ver en la rosada buganvilla que trepaba por las paredes, una presumida y dicharachera dama. Que las orquídeas y los lirios se escondían los unos de los otros, demasiado tímidos para hablar entre sí. De no haber sido por su comprometido estado de salud, los vecinos hubieran llamado a su puerta para preguntarle cómo era posible que tuviera un jardín tan hermoso.

Unos meses más tarde comenzaron a acudir los pájaros. Golondrinas, vencejos y otras aves migratorias recortaban el aire con sus alas y se posaban sobre las plantas. Sin embargo, de entre todos, sus favoritos eran los gorriones. Les echaba arroz en unos platitos. Cuánto le deleitaba contemplar a sus pequeños amigos emplumados cuando acudían a la terraza dando saltitos y piando. Cuando en primavera anidaron en la enredadera, una chispa de ternura contenida relucía en los ojos de Leo, normalmente vidriosos, al verles alimentar a sus crías.

Un día su viejo amigo Luis vino a visitarle. Subió al jardín, se sentó a su lado y comenzó a hablarle.

—Sé que lo estás pasando mal, Leo, pero ni tu mujer ni tu hijo hubiesen querido verte así —suspiró—. Madre mía, ¡qué maravilla de terraza! Veo que incluso mudo eres capaz de lo mejor, como si escondieras magia en tu interior. Por eso, es una pena que hayas dejado de regalarle tus palabras al mundo. Recuerdo cuando acudí a tu consulta... Me ayudaste a salir de aquella depresión. ¡Qué tiempos aquellos!

Leo lo miraba, sin entender nada, como si desconociera el significado de las palabras.

—Te he traído este libro —prosiguió Luis—. ¿Te acuerdas?... Es de Ray Bradbury. Sí, no pongas esa cara —se rio—. Tú me lo regalaste. Pensé que estabas tomándome el pelo cuando me dijiste que la Literatura me salvaría la vida. Hay una frase que me encanta. Escucha… «Salta y deja que te crezcan las alas en el camino hacia abajo».

Leo le respondió con una mirada hueca. Su amigo, apesadumbrado, sacudió la cabeza. Estaba convencido de que había hablado en vano.

—Bueno, grandullón... Me marcho. Pero no me olvido de ti. Tal vez vuelva la semana que viene.

Leo lo siguió con los ojos, tratando de encontrar algún sentido a la verborrea de aquel hombre. Entonces un gorrión se le acercó por la barandilla dando pequeños saltitos. Y entonces recordó las palabras. Y estas le trajeron todo su dolor. Fueron palabras como «perder». Palabras como «nunca más».

El ave emitió un silbidito. «Salta y deja que te crezcan las alas en el camino hacia abajo», parecía repetirle.

Creyó ver la dulce muerte en forma de pájaro, invitándole a volar y abandonar tanto dolor. Y por un momento estiró los brazos y se sintió tentado. Sin embargo, miró los inocentes ojos del gorrión y declinó la tentación.

No se rendiría.

Ya no estaba en sus manos ayudar a aquellos que habían muerto, pero sí a los que, como él, lo habían perdido todo. Sus palabras, ahora que habían vuelto, eran mejores alas que las que la muerte le ofrecía.

—Luis —pronunció como quien protagoniza un milagro—, no te vayas.

Su amigo, conmocionado, se dio la vuelta.

—Las palabras, Luis.

Ellas echarían a volar para que nadie tuviera que soportar el dolor de la forma en que él lo había hecho.