VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Las dos caras del hombre

Ainhoa Elizalde, 15 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Patricia baja a buen ritmo la empinada cuesta que desemboca en la avenida principal, envuelta en el agradable olor que desprende la panadería, que está a punto de cerrar. Justo cuando llega a la esquina, un perro de aspecto feroz se abalanza sobre sus pies para olisquearlos. Patricia chilla involuntariamente, provocando que las personas de diez metros a la redonda se giren y la observen con curiosidad. Un hombre calvo, que fumaba a la entrada de un bar, apaga su cigarrillo pisándolo contra el suelo y sujeta al perro por la correa.

—Si no muerde… —murmura con sorna, y a continuación deja escapar una risita burlona.

Patricia se coloca el pañuelo al cuello, se ajusta el bolso al hombro y echa a andar por la acera con una mezcla de indignación por la falta de consideración del hombre y vergüenza por el papelón que ha protagonizado.

Al pasar por delante del bar observa a un grupo de estudiantes de su edad que se ríen sin disimulo de un apurado camarero que recoge apresuradamente los cristales que antes eran parte de unas copas.

Patricia tuerce el gesto sin parar de caminar.

Se detiene en la acera, a la espera de que el semáforo se ponga verde. A su lado se sitúa una señora que habla por el móvil y que de la mano lleva a un niño que se esfuerza en que su piruleta le dure lo máximo posible. Patricia intenta no escuchar lo que la señora habla con su interlocutor, pero le resulta imposible debido al volumen con el que dialoga. Durante el escaso medio minuto que tarda en cambiar el semáforo, se entera de que una tal Emilia llevaba una falda horrible el sábado en una fiesta. Pero cuando el semáforo al fin se pone verde, la susodicha Emilia se cruza en mitad de la calle con la señora del móvil. Mamá y niño se paran unos instantes en medio del paso de cebra, en los que la mamá saluda:

-¡Emilia, querida, justo estábamos hablando de ti! Luego nos vemos.

Atónita, Patricia sigue caminando. Desea llegar a su casa y escapar del mundo por unas horas. No entiende cómo se puede llegar a ser tan hipócrita.

A unos metros del bloque de pisos donde vive, hay una parada de autobús. Al pasar junto a ella, Patricia observa otra escena: dos amigas se susurran cosas al oído y se ríen por lo bajo mientras lanzan miradas furtivas a una tercera que está más alejada. La víctima se alisa la falda y se atusa nerviosamente el pelo mientras les mira de reojo.

Patricia suspira, saca las llaves del portal y entra. Pero cuando ya cree que está a salvo de la hostilidad del ser humano, aparece uno de sus vecinos, que la saluda con un desdeñoso ‹‹Buenas tardes›› mientras la mira de arriba abajo alzando la ceja.

Patricia le contesta educadamente y huye por las escaleras.

Cuando al fin entra en su casa suspira con alivio y coge el periódico. Una foto de la portada muestra a dos personas afectadas por una interminable guerra. Patricia cierra el diario, sin ganas de leer los rencores y odios del hombre. Pero descubre un pequeño detalle, algo borroso, al fondo de la fotografía: una niña le ofrece una muñeca de trapo a otra.

Patricia sonríe para sí: el hombre también tiene otra cara.