IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Libre

Pilar Soldado, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Volvía a llover. Una lluvia sucia, gris, que llegaba a confundirse con aquella superficie de lodo que impregnaba todo con un color desvaído.

El preso alzó la mirada hacia el cielo. Al sentir el impacto de las gotas de lluvia sobre el rostro recuperó parte de su conciencia, como si aquella humedad le sacudiera de la modorra que produce el hambre prolongada, la falta de sueño, el trabajo de sol a sol. Y se preguntó cuándo terminaría aquel horror, por qué le había tenido que tocar a él, justamente a él, cuál sería su destino... Preguntas sin respuesta, como siempre, las mismas que se había planteado una y otra vez desde que le embarcaron en un lento tren en el que recorrió Europa hacia ese destino de lodo y agua, de colores desvaídos, de putrefacción.

Caminaba lentamente, encorvado y arrastrando los pies. Sus piernas raquíticas seguían el ritmo de los demás presidiarios mientras su mente volvía a viajar hacia otro lugar, buscando algo que le hiciera sonreír, recordar tiempos felices, pero no había nada, todo estaba vacío, todo era lluvia, monotonía, cansancio, rostros suplicantes y gritos.

En aquel mismo momento sonaron uno, dos, tres gritos…, que para el preso no significaron nada. Sólo un puñado de sonidos que herían su tímpano y que, de algún modo, le hacían temblar mientras apresuraba el paso, dejándose guiar como un ciego inerme.

Comenzó a subir los escalones que se elevaban hacia una sala. Encontró rostros asustados, otros surcados por lágrimas y algunos que se habían iluminado con una chispa de esperanza. Pero todo era tan gris y confuso que el preso se dejó caer en una esquina, fatigado. Entonces empezó a escuchar un siseo que los presidiarios ahogaron con sus voces de angustia mientras señalaban, horrorizados, hacia el techo. Tan solo él cerró los ojos, frunciendo el entrecejo, y se cubrió la boca y la nariz con las manos porque ya no quería soportar aquel hedor a putrefacción. Poco a poco, sus compañeros comenzaron a caer al suelo, medio atontados. Los observó extrañado. De pronto, sintió que los párpados querían ocultarle aquella visión. En su mente surgieron nuevas preguntas: ¿Era aquel su destino...? ¿Dormir para no despertar...?

Una luz iluminó brevemente la sala y de nuevo sonaron gritos en su cabeza. Pensó que todo aquello era fruto de una larga, muy larga, pesadilla. Con ese deseo dejó caer la cabeza sobre el hombro y cerró, agotado, los ojos.

***

El viento silbó en los oídos del preso. ¿Dónde estaba? Un hedor le inundaba los pulmones En su mente se agolparon un remolino de imágenes: barro, armas, suciedad, dolor…Y un siseo. ¿Habría llegado a un infierno peor del que había conocido en vida?

Poco a poco levantó los párpados. Se encontraba boca arriba sobre un terreno irregular y bajo un cielo oscuro, sin luna, sin estrellas. Lentamente comenzó a incorporase, pero entonces un calambre recorrió su espalda, obligándole a tumbarse de nuevo.

Sentía su cuerpo pesado y magullado, además de algo frío por el contacto con aquel terreno extraño. Otra vez intentó levantarse, esta vez con más cuidado. Cuando por fin logró ponerse en pie, pisó algo blando, resbaló y cayó hacia delante, golpeándose contra una superficie más regular y uniforme.

Permaneció en aquella postura unos minutos, hasta que se le pasó el dolor y levantó la cabeza. Sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y a su alrededor las cosas empezaban a tomar forma. Se había golpeado contra una terrón de arena. Con esfuerzo consiguió sentarse y empezó a fijarse en lo que le rodeaba: árboles, matorrales, más árboles y… El corazón le dio un vuelco cuando, al girar la vista, una pequeña montaña tapó su visión. Estaba compuesta de cuerpos, muchos cuerpos: brazos, piernas, rostros pálidos, marchitos y fríos.

Unas pisadas sacaron al preso de sus pensamientos y le obligaron a esconderse tras la pila humana. Al asomar la cabeza vio a varios policías con palas y picos. Se marchaban. ¡Había llegado su oportunidad!

Con nerviosismo, se dispuso a arrastrarse por el suelo. Se fue alejando entre matorrales y árboles. Cuando creyó que había pasado el tiempo suficiente desde su huida, se puso de rodillas y fijó la mirada en el horizonte. Arrugó los ojos y vio luces tras un muro de alambre frío y gris. Entonces comenzó a correr, permitiendo que el aire diurno le golpeara el rostro. Mientras, en su mente se entrelazaban ideas para ocultarse hasta el final de la guerra. Por primera vez en muchísimo tiempo, el preso sonrió: era un hombre libre.