XVI Edición
Curso 2019 - 2020
Lo que no mata, te ahoga
Pilar Gálvez, 16 años
Colegio Entreolivos
Hacía diez años que Álvaro se había comprado su primer respirador. Lo puso en la cocina, pues allí solía beber agua, pero conforme los meses fueron pasando y sus ingresos aumentaban, llegó a tener aquellas máquinas en todas las habitaciones de su casa.
Las necesitaba para no ahogarse cada vez que bebía agua. Desde pequeño odiaba beber y lo hacía solo las veces que eran necesarias para preservar su salud. De hecho, muchos días había aguantado con Coca-Cola o gaseosa, pero aquellos refrescos no calmaban al completo su sed. Por eso acababa tomando un vaso de agua, que de la misma le provocaba ataques de tos en los que buscaba aire con angustia, pues le entraba a trompicones hasta los pulmones.
A partir de los treinta años, le costaba más respirar por su cuenta y las máquinas le ahorraban la angustia. Aunque estuviese solo en su habitación, no tenía por qué aguantar la escena de las toses. Odiaba verse a sí mismo retorciéndose a causa del aire que reusaba a entrar por su boca. Sentía que perdía parte de su dignidad en unos segundos y que le costaba demasiado tiempo recuperarla.
Nunca bebía agua fuera de su casa. En la oficina aguantaba con zumos, y si salía a comer pedía vino. En su apartamento saciaba su sed e inmediatamente encendía uno de los respiradores.
Álvaro trabajaba en un bufete de abogados. Su especialidad eran el derecho mercantil. Era un gran orador, temido en los juzgados y alabado por insensibles empresarios. Nunca se casó. Tuvo una novia, pero ambos se dieron cuenta del tiempo que lleva conocer al otro y no tenían tanto interés en conseguirlo, así que terminaron su relación sin hacer dramas; siguieron cenando juntos una vez al mes, pues se apreciaban.
Durante el poco tiempo que Álvaro no se dedicaba al trabajo, solía acudir a exposiciones artísticas, presentaciones de libros, estrenos de películas… pues quería hacerse un hueco entre los protagonistas de la vanguardia. Apreciaba la retórica fresca, original, propia de aquellos años dramáticamente risueños.
El día de su muerte, Álvaro se despertó a las seis de la mañana para ir al despacho. Tenía previsto comer con un cliente. La mañana transcurrió como cualquier otra. A las dos se dirigió a su cita en un restaurante. Llegó, como acostumbraba, diez minutos antes, y el almuerzo transcurrió con normalidad hasta que pidieron el postre.
Su pastel fue demasiado empalagoso para lo que su precio daba a entender. Aun así, Álvaro lo encontró exquisito hasta el último bocado. Pero el chocolate se le quedó pegado a la garganta y enseguida notó la falta de aire. Necesitaba beber algo, pero se habían acabado el vino.
Durante un momento pensó en pedir un refresco, pero sabía que no se lo servirían a tiempo. Quedaba un poco de agua en el vaso de su acompañante, pero hacía tantos años que no bebía sin la ayuda del respirador que no sabría hacerlo por sí mismo. Además, los allí presentes le verían arrastrase por el suelo, como pez fuera del agua, y no quería soportarlo.
Su última opción fue disimular que no le pasaba nada. No le fue difícil, pues estaba acostumbrado a fingir. Ni siquiera su cliente, que miraba la pantalla y contestaba a unos mensajes, se había percatado de su situación.
Álvaro cerró los ojos y notó el sabor amargo del chocolate, que el azúcar no conseguía tapar al completo. De no ser porque se estaba ahogando, le hubiese entrado una arcada.
En los últimos instantes de su vida abrió los ojos; no quería morir en la penumbra. Aquel vaso de agua medio vacío fue lo último que vio.