XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Los cuentos del carro 

Gonzalo Vidal, 15 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

Para Alejandro Boccasi los niños eran una molestia. Los miraba con aprensión cuando se acercaban a su carro, atraídos por su fama. Y todavía se irritaba más cuando alguno de ellos se atrevía a decirle:

–Señor, perdone que lo moleste, pero hemos oído que usted conoció a Tarloc. ¿Podría contarnos algo de él?

<<¡Cómo odio a los niños!>>, pensaba, dibujando una falsa sonrisa. <<Pero, ¿qué quieren que les cuente?>>. Por desgracia, no podía negarse a ejercer su profesión.

–Imaginadme a mí, vuestro intrépido narrador, acompañando al héroe de estas tierras, el gran Tarloc, en aquella noche fatídica en la que cayó vencido. Estábamos sentados alrededor del fuego, esperando que se cocinase un conejo que mi acompañante había matado con las manos desnudas. Lo vi observar el infinito con los ojos amarillos que le había regalado un mago. Eran los ojos de alguien que conoce todos los misterios de este mundo; los ojos de un maestro.

–Esto es muy aburrido –le interrumpió uno de los pequeños, lo que le valió unas miradas de reprensión por parte de sus compañeros que le hicieron cerrar la boca.

–Como os decía, eran unos ojos poderosos. Tarloc no era un tipo de muchas palabras, por eso me sorprendió cuando giró la cabeza y me dijo: <<¡Quieto!>>. El aire imperioso de sus palabras es demasiado cortante para intentar siquiera responderle, por lo que me limité a observar cómo se levantaba de súbito, a pesar de la armadura negra que llevaba ceñida al cuerpo. Con la experiencia de aquel que ha vivido muchos combates, colocó las piernas en una posición ofensiva (el juego de pies es muy importante para un guerrero) y rompió la noche al desenvainar su larga espada, que iluminó sus facciones. Los músculos de su cuello se tensaron mientras posaban los ojos amarillos en un punto lejano y oscuro, en la profundidad del bosque. Esa, queridos niños, fue la primera vez que percibí una sombra de miedo en el rostro del gran Tarloc. El motivo es que él puede ver en la oscuridad. Pero cuando miró hacia el origen del ruido que lo había alertado, descubrió que allí no había nada. Fuera lo que fuese, aquello debía ser extremadamente rápido, o invisible. No me cupo duda de que, además, era peligroso.

El narrador hizo una pausa y miró a su auditorio, deleitándose con el terror que los inundaba.

–¡Voy a por una cerveza! –exclamó con una sonrisa.

La intriga se había apoderado de los infantes.

Una hora después, un semicírculo de niños esperaba alrededor del carro. Bocassi continuó su relato:

–El gran Tarloc cargó contra el siguiente ruido como una tormenta en mar abierto. Su espada cortó y cercenó montones de ramas y, hacedme caso, sus estocadas resultaron perfectas. Tras horas cortando el aire, se dio por vencido, volvimos al campamento y, para nuestra sorpresa, nos faltaba el conejo. Así fue como nos robaron y humillaron en una misma noche, ya que la posada más cercana estaba a medio día de viaje y todas las presas habían huido por culpa de los golpes de Tarloc. Estaba furioso; el héroe había sido derrotado. A la mañana siguiente tomamos el camino que conduce a esta villa y, a la salida del bosque, lo vimos. Sí, vimos al temible enemigo, cubierto de piel blanca, gris y negra, muy pequeño, pero temible. Estaba subido a un árbol y sujetaba como trofeo el muslo de nuestro conejo a medio asar, y lo agitaba ante nuestras narices. 

–Pero, ¿quién era? –preguntó uno de los zagales.

–Un mapache. El gran Tarloc soltó una carcajada al ver a su contrincante y se arrodilló ante él en señal de derrota. El camino hacia la ciudad lo pasó riendo como nunca antes lo había visto reír y, desde entonces, siempre que pasa por ese bosque deja un conejo muerto como ofrenda al campeón.

Una cadena de murmullos se extendió entre el público. Alejandro observó su decepción.

–Eso es imposible. Un mapache no puede vencer al gran Tarloc –replicó un niño que se sentía ofendido–. Además, un mapache no puede cargar con un conejo.

Aquellas afirmaciones iniciaron una retahíla de quejas. 

<<Perfecto, ahora ya no puedo hablar>>, pensó Bocassi.

–Pues si no os calláis, no contaré más historias. Además, decid lo que queráis porque yo estaba allí y vi lo que pasó –se hizo silencio–. Muy bien, pues todos a vuestras casas a dormir.

–¿Esa es toda la historia? –quiso saber uno de ellos, que se sentía defraudado–. Esperaba un final más interesante. Todos lo esperábamos… ¿Mañana nos contarás otra aventura?

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Bocassi, justo antes de decir:

–No sé. Los sábados es mi día de taberna –. Los niños, apesadumbrados, bajaron la mirada–. Pero si me limpiáis las ruedas del carro y me traéis unas manzanas con cerveza, puede que me lo plantee.

Un murmullo de alegría se extendió entre el público.

<<Me encantan los niños>>, se dijo Bocassi, satisfecho.