IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Los deseos de una pequeña aristócrata

Núria de Bofarull, 16 años

                     Colegio La Vall (Barcelona)  

1920, Toledo. La mansión de la noble familia Mondéjar se tambaleaba por culpa de la hija pequeña.

-Era imposible imaginar que Ana nos haría semejante ofensa. Casar a Ana con quien queremos es tarea de los padres –afirmaba resuelta la madre de Ana, Josefina, sentada en el diván.

Muy acalorada, su cara reflejaba sufrimiento.

-Madre, todos sabemos que la pobre es muy romántica -añadió con ironía Elena, la hija mayor.

-Ya -contestó Josefina irritada-. ¡A vuestro padre le va a dar un infarto cuando sepa que ha rechazado a la pedida de mano del barón!

-Nuestro padre es sabio y enseguida sabrá como persuadir a Ana -argumentó Enrique, el mayor. Estaba de pie, al lado del diván, intentando concluir aquella pesarosa conversación.

Los tres abandonaron su mirada en la chimenea que presidía el cigarral. El señor de Mondéjar no tardaría en llegar. Su viaje a las Américas finalizó hacía dos días y pronto alcanzaría con su diligencia la noble ciudad manchega.

A la mañana siguiente Josefina arregló su vestido de muselina con un peripuesto lazo debajo del pecho. Elena y Enrique también se prepararon para recibir a su padre. Desde la ventana vieron llegar el carruaje.

-Enrique -apuntó Josefina-, sal y acércate a darle la bienvenida. Comunícale que volvemos a tener problemas con Ana.

La madre fingió un afligido suspiro. Desde el ventanal Elena y Josefina observaron detenidamente como el rostro del señor de Mondéjar palidecía. El patriarca de la familia era un hombre meditativo, así que entró en la casa, le dio un beso en la frente a su mujer y desapareció rumbo a la biblioteca. No era la primera vez que Ana causaba un problema similar. Esta chica, de veintiún años, era muy diferente al resto de sus hermanos. No le gustaban en absoluto los arreglos entre las familias nobles. No soportaba ese sistema de bodas rumiadas con el fin de entroncar antiguos linajes.

El barón de Moncada, barón de Ribelles, era el heredero de una familia muy distinguida de la ciudad de Barcelona. Ana lo había visto sólo en un par de ocasiones cuando era chiquilla. Esas imágenes rondaban en su cabeza: un muchacho de dieciséis años muy reservado. Ana escapó entre los árboles y los setos del jardín de la finca el día que el barón de Ribelles le fue a pedir en matrimonio. Ella quería casarse por amor.

Después de horas de meditación, el señor de Mondéjar fue a buscar a su hija pequeña.

-Ana, querida, todo este barullo lo has creado otra vez con tus estrambóticas ideas - balbuceó con cara de preocupación.

-Padre, ya sabes que no pretendo ofenderte sino que es mi deseo vivir mi vida- masculló temerosa.

-Lo sé, Ana, pero es tu deber obedecer a tu padre. Te tienes que casar con el baron. Puede que te resulte duro, pero concertamos la boda hace ya mucho tiempo.

-Padre, piensa en mi felicidad... No puedo compartir mi vida con un hombre al que no conozco.

-¡Si que lo conoces! Fuimos a ver a su familia hace unos años -el señor de Mondéjar empezó a impacientarse.

-Sí, padre, pero yo tenía solo cuatro años. No quiero casarme con una persona a la que no quiero, a la que no conozco, y menos por un acuerdo de intereses -estalló.

Echó a correr escaleras abajo y salió al jardín.

Mondéjar se fue preocupado a dormir y se desveló varias veces a lo largo de la noche. Al final, de madrugada, encendió una vela y se puso a escribir una nota para su hija:

“Querida Ana:

Sabemos tu madre y yo todo lo que han pasado abuelos, primos, hermanas y parientes tuyos con las bodas concertadas, pero haz lo que desees con tu vida porque tienes razón: es tuya. Tu madre y yo te damos la bendición para que te cases con quien escojas.

Tu querido padre”

Ana no leyó jamás la nota. Había abandonado todo lo que tenía a cambio de la libertad. Había escapado, en el último tren de la tarde, de la hermosa jaula en la cual estaba cautiva.