XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Los tesoros no existen

Cristina Febrer, 16 años 

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

María y Álex eran muy buenos amigos. De pequeños disfrutaban disfrazándose, haciéndose pasar por astronautas que viajaban a la luna, por reyes y reinas, caballeros y princesas, vaqueros del Lejano Oeste… Lo que más les gustaba era caracterizarse de piratas e ir en busca de tesoros. Álex sabía infinidad de historias fascinantes y María le escuchaba ensimismada.

Así vivieron la mayor parte de su infancia.

Los años pasaron y María empezó a tener otros intereses. Se aficionó a la lectura y comenzó a demostrar cierta curiosidad por la vida de sus ídolos preferidos. Le gustaba también hablar con sus amigas y comentar con ellas los cotilleos de la pandilla. Los piratas ya no le decían nada. Álex, sin embargo, quería seguir compartiendo aventuras con María. Un día, ella no pudo aguantar más y le dijo:

—¡Vamos, Álex, despierta de una vez! ¿Es que no ves que los tesoros no existen?

Álex se quedó parado, dolido. A partir de aquel momento dejaron de verse.

María se mudó de ciudad y perdieron el contacto, pero el destino quería verlos juntos y coincidieron otra vez, ya en la universidad. Cuando hablaron para ponerse al día de sus logros durante aquellos años, parecía como si nunca se hubieran separado: la confianza que siempre había existido entre ellos permanecía intacta.

En un momento de la conversación, Álex calló, pensando bien si sacar el tema que le rondaba por la cabeza. Al fin, dijo:

—María, eh… ¿Te gustaría acompañarme al teatro este sábado? Hay un concierto muy especial.

La chica se sorprendió, pero al final accedió y quedaron en el Teatro Plaza.

El sábado María llegó temprano a su cita. Estaba esperando en la entrada, buscando a Álex con la mirada, cuando recibió un mensaje que decía:

«¿Aún crees que los tesoros no existen? Ve entrando, que llego tarde. Lo siento».

Algo desanimada, María buscó su butaca y se sentó. Al cabo de unos minutos, las luces de platea se apagaron y un foco iluminó un piano situado en medio del escenario. Desde un lateral entró un joven elegantemente vestido con un traje negro. Miró hacia el público, saludó y se sentó en la banqueta. A continuación, en medio de un absoluto silencio, colocó los dedos sobre el teclado, respiró hondo, cerró los ojos y comenzó a tocar. Una dulce melodía invadió el teatro, penetrando, poco a poco, en los corazones de los oyentes.

María entendió enseguida por qué Álex la había invitado y por qué había dicho eso sobre los tesoros. Sonrió mirando a su amigo, que continuaba interpretando en el escenario. Al igual que él, cerró los ojos y se olvidó de todo. Por su cabeza cruzaron imágenes de su infancia, de cuando jugaba con él y eran amigos. Cuando volvió a abrir los ojos, clavó su mirada en Álex. En ese momento no existía nada más. Cómo tocaba, con esa pasión y sentimiento, y cómo miraba el piano, enamorado. Deseó que algún día la mirara también a ella de la misma manera.

Como si pudiera leer lo que pensaba, el pianista levantó los ojos y escudriñó la oscuridad en la que estaba sumido el público. A María le pareció que la buscaba a ella, y que le sonreía.

Quizá era Álex quien tenía razón, pensó. Quizá era verdad que los tesoros existen.