XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Luciérnagas

Juan Pedro Gálvez, 17 años

                 Colegio Tabladilla (Sevilla)  

Cuando Alicia y su hija Marta llegaron al claro, había varias personas sentadas en el césped, con mantas, linternas, faroles y hasta cestas de picnic. La luz del atardecer se colaba entre las hojas de los árboles que les rodeaban mientras extendían su propia manta en un borde desde el que se divisaba toda la explanada.

–Mami, ¿cuándo me vas a decir por qué estamos aquí? 

–Es una sorpresa –le respondió con una sonrisa pícara–. Pero ya verás… Te va a encantar.

–¡Quiero saberlo ya! –protestó Marta.

–No seas impaciente; lo vas a descubrir muy pronto, pero solo si estás en silencio.

La niña cerró la boca por un momento, lo que Alicia aprovechó para contemplar el atardecer.

–¿Es aquí donde os conocisteis papá y tú?

La madre, sorprendida, giró el rostro con desconcierto.

–¿Y a ti quién te ha dicho eso?

–La abuela, antes de que viniéramos. Me ha contado que paseabais hasta aquí todas las noches antes de que él se fuera al Cielo. Pero no me dijo para qué.

–Pues para ver la sorpresa que te espera.

–¿Pero, qué es? –insistió exasperada.

–Calla… Justo va a empezar –. La madre se puso un dedo en la boca para indicar que guardara silencio.

El claro se había sumido en la penumbra del crepúsculo al tiempo que enmudecían las conversaciones. Durante unos instantes no se oyó nada más que el susurro de la brisa entre los arboles.

–¡Allí! –gritó de repente un niño.

Entre la hierba se había alzado un punto de luz. Y enseguida otro. Y otro más… Poco a poco fueron apareciendo, al principio tímidamente, pero enseguida con atrevimiento.

–¿Qué son? –preguntó Marta, maravillada.

–Luciérnagas.

El claro entero se pobló de miles de ellas, que flotaban sobre cada rincón como si fueran estrellas, dándole a todo un aire irreal, fantástico. 

Marta se puso en pie y echó a correr con el propósito de cazar alguna. Otros niños estaban haciendo lo mismo; algunos venían preparados hasta con frascos. E iba aumentando el número de luciérnagas. Algunos padres sacaban fotos, pero Alicia se limitó a admirarlas mientras su hija seguía intentando atraparlas. Al final lo consiguió, y trajo una a la manta entre sus pequeñas manos. Por sus dedos se escapaba un débil resplandor. 

–¡Mira, mamá… tengo una!

Alicia puso gesto de incredulidad cuando Marta abrió un pequeño hueco.

–¡Qué bonita! Dicen que cuando consigues atrapar una luciérnaga en este claro, si pides un deseo y la sueltas, este se hace realidad –le contó a su hija–. Pero no le puedes contar ese deseo a nadie.

–¿De verdad? –. A Marta se le abrieron los ojos.

–De verdad –sonrió–. Venga, pide tu deseo.

Marta cerró los párpados, apretándolos mucho. Tras unos instantes volvió a abrirlos.

–¡Ya! –exclamó.

–Pues entonces, suelta la luciérnaga.

Marta abrió las manos y el insecto echó a volar. 

La niña se sentó en la manta y enseguida se quedó dormida, apoyada en el regazo de su madre, que siguió contemplando aquel paisaje de lucecitas. De pronto se percató de que había una silueta en el lindero del bosque, cerca de donde estaban. Se trataba de un hombre alto y sonriente. A Alicia se le paró el corazón… Era su difunto marido. El hombre le saludó con un gesto. En sus ojos se adivinaba una expresión de nostalgia. Por unos instantes se sostuvieron la mirada, hasta que Marta se movió, murmurando entre sueños, y Alicia se volvió hacia ella. Cuando volvió a alzar la vista, el hombre no estaba.

Las luciérnagas empezaron a apagar su brillo. Poco a poco, la gente se fue del prado, llevándose sus faroles. Solo quedaron Alicia y Marta bajo la luna menguante. Alicia, casi sin hacer ruido, empezó a llorar.