IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Marta

Remei Pallás, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Marta no era rica ni pobre. No le faltaba nada, ni necesitaba más. Marta tenia el pelo rubio y unos grandes ojos azules. Le gustaba andar por las concurridas calles de Barcelona en los días de invierno. Y solía ir en bicicleta para tumbarse en la sombra de algún árbol en las tardes de septiembre. Marta era feliz a sus diez años. Por las noches daba gracias por todo lo que tenía. Al despertarse daba gracias por el nuevo día. Sí, Marta era feliz hasta el día que encontró tres euros.

Aquel día iba hacia su colegio cuando, risueña por sus zapatos nuevos, le llamó la atención un trozo de metal. Era perfectamente redondo. Le fascinó y lo cogió para examinarlo con detalle. No era ninguna de esas chocolatinas con forma de moneda que le había regalado su abuela cuando era pequeña. No, esta era una moneda de verdad, de esas que traían tantos problemas a la gente mayor. No tardo mucho en averiguar por qué.

¿Qué podía hacer con aquella moneda de dos euros? Pensó que podría comprarse una bolsa de golosinas. Siempre había querido comprar una como las que llevaban sus compañeras de clase, algunas todos los días del curso. Pero le parecía que sería malgastar el dinero.

¿Y qué tal un lapicero nuevo? Sería útil; el suyo estaba desgastado. Pero aún así tenía que reconocer que su viejo lapicero le gustaba mucho.

Finalmente decidió ahorrar la moneda. Eso siempre estaba bien.

Guardó su pequeño tesoro en el bolsillo izquierdo de su abrigo rojo. Cuándo iba a reemprender la marcha hacia el colegio, pensó que debía volver a casa para meterla en la hucha. Tenía darse prisa, porque apenas le quedaba tiempo antes de la primera clase.

De pronto sintió todo un mundo de coches, árboles, farolas y miradas indiscretas escondidas tras la ventana. Inevitablemente se cruzó con el vagabundo que siempre pedía limosna en la iglesia que hacía esquina. Pensó regalarle la moneda.

“¿Regalarle una moneda de dos euros? ¡Ni soñarlo!”. Aquel dinero era suyo.

Además, había oído que no debía darse dinero a los necesitados, que había fundaciones que les ayudaban.

Pasó frente a la droguería, el quiosco, la biblioteca... No pudo evitar echar un vistazo a unos bocadillos de pan recién hecho. Ella no tenia apetito pero, seguramente, sí aquel mendigo que no se le quitaba de la cabeza. Y no se le ocurrió ningún motivo para no comprarle un bocadillo.

“¡La moneda es tuya!”, le dijo una voz interior. “Tan sólo desde hace unos minutos”, se replicó a sí misma.

Entró decididamente en la panadería, pidió uno de esos suculentos bocadillos y salió satisfecha hacía la calle. Se lo acercó al mendigo, que lo tomó con la mano y le miró directamente a los ojos. Seguramente nunca había recibido un bocadillo de una niña con trencitas y un abrigo rojo.