XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Masha

María Castellar, 17 años

                 Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)  

Apenas unos rayos de sol iluminaban una pequeña barriada cercana al río Ganges. En ese lugar vivía Masha, una chica despierta y luchadora que, por encima de todo, cuidaba de su familia.

Al ser la mayor de los cuatro hermanos, cada mañana salía a por comida. Unas veces rebuscaba en los cubos de basura de los restaurantes y colegios más próximos y otras en el vertedero, donde se peleaba con otros niños y con animales por lo que aún podía comerse. Allí también cogía envases, como botellas de plástico, con los que fabricaba zapatos que después vendía.

De regreso a la barriada, pasaba por delante de una panadería. Le agradaba el olor de las tortas recién hechas, que le hacían rugir las tripas.

Se hizo amiga de Nacha, la panadera, unos meses mayor que ella y de casta superior que, a escondidas, le solía regalar algún que otro chapati que hubiera salido un poco quemado.

Aquella mañana, tras reunir en un saco todo lo que encontraba a su paso que pudiera tener alguna utilidad, se dispuso a salir en dirección a su casa, pero, sin esperarlo, se cruzó con el hermano de Nacha, Ramán, quien al verla se ofreció a ayudarla.

La cercanía del muchacho la ponía muy nerviosa. Nunca olvidaría el roce accidental de sus manos cuando ambos trataron de coger la misma lata. Fue entonces cuando Ramán le confesó su amor.

Sin mediar palabra, Masha corrió apresuradamente hacia su casa. Le entregó a su padre la bolsa con todos los enseres y buscó un rincón para romper a llorar desconsoladamente. Ramán era un amor imposible, ya que por su diferencia social él tenía prohibido mantener conversación alguna con ella, por más que Ramán no quisiera darla por perdida.

A la semana siguiente, al caer la noche, Masha se tumbó sobre el tejado de su chabola a ver las estrellas. De repente, el ruido de los frenos de una bicicleta le hizo incorporarse.

—¿Quién viene? —preguntó.

—No temas; soy yo —le respondió una voz inconfundible.

Masha no le había vuelto a ver en la puerta de la panadería.

—No puedes venir aquí —le dijo con miedo.

Entonces se fijó en que el rostro del chico estaba lleno de magulladuras.

Ramán se sentó a su lado sin decir nada. Se quedaron contemplando el cielo nocturno durante unos largos minutos.

—¿Qué te ha ocurrido?

—Mi padre ha tomado cartas en el asunto de nuestra amistad.