XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Mauricio Fábregas 

Alejandro Indalecio Domínguez, 15 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

Entre las manos del rector se hallaba la joya más preciada, a la vez que el artilugio más poderoso, como una pistola de oro y diamantes, o como una corona tal vez. Mauricio Fábregas, estudiante universitario del último curso de periodismo, estaba frente a él, expectante por la entrega. El profesor extendió su brazo y él tomó su brillante recompensa: una pluma estilográfica. 

Por fin, tras cuatro largos años, la tenía en sus manos. 

Sin esperar un minuto, salió del lugar bajo una lluvia de aplausos y felicitaciones por parte de sus compañeros. Corrió por la calle hasta un quiosco, en el se dispuso a comprar una libreta. 

—Dos cincuenta, joven —le dijo el dueño del negocio. 

Mauricio le dirigió una mirada que, inmediatamente, bajó hasta su cartera vacía. Entonces, un rayo de sol se reflejó en su pluma, lo que le prendió una chispa de malicia en los ojos. 

—Este quiosco tiene precios muy altos –exclamó con la pluma bien visible entre sus dedos. 

El hombre, consternado por la presencia de otros clientes, le regaló la libreta.

Mauricio supo que había llegado el momento de hacer uso de su poder. Se fijó en una mujer que llevaba en brazos a un caniche de peinado estrafalario. Entonces escribió: 

<<A pesar de que obligar a los perros pasar frio fue una moda pasó hace mucho tiempo, hay gente que no se ha enterado… ¡Sus mascotas parecen ovejas a medio esquilar!>>. 

Nada más escribir el punto final, escuchó un grito y un campanilleo de risas. Mauricio se giró para ver que la mujer, anonadada, sostenía una escuálida oveja cubierta de trasquilones. Se quedó fascinando y decidió continuar con las trastadas. 

De ese modo, Mauricio Fábregas se volvió de pronto en un tipo poderoso, capaz de malear el mundo a su antojo. Aunque al principio tan solo hacía pasar un mal rato a los pobres ciudadanos que escogía al azar, la tinta le fue corroyendo. Al mismo tiempo, su piel se fue tornando de un siniestro azul oscuro y se volvieron irrefrenables sus ansias de poder. 

Primero fueron los dueños de pequeños negocios, después algunos grandes empresarios, incluso políticos los que caían en sus garras a través de la fragilidad de su vida personal. Empezó a ganar dinero a espuertas con el mal uso de su profesión, pero no era suficiente para él, por lo que un día se plantó en la puerta del Parlamento, donde esperó que saliera el presidente del gobierno. Cuando su objetivo apareció, Mauricio abandonó las sombras. 

—¡Qué gran honor, señor presidente! 

Este se detuvo a la vez que su expresión demudaba. 

—Mauricio Fábregas… No vas a sacar nada de mí.

Mauricio se deslizó por la espalda del presidente, al que puso una mano en el hombro, sin preocuparse de que sus dedos le empaparan de tinta el traje. 

—De usted, nada, dice… Quizás lo saque de Luz, o del pequeño Leo. 

El presidente tragó saliva. 

Días después Mauricio se postuló como presidente de la nación tras presentarse a elecciones. El pueblo había acabado con la carrera del anterior líder, por «mal gestor y por corrupto». Pero el nuevo gobernante proclamó de inmediato una dictadura que daba culto obligatorio a su persona.

Años después, en una facultad de periodismo un joven recibió de las manos del rector un brillante y poderoso artilugio: una pluma estilográfica. Y ese joven se propuso usarla, y así fue destapando la verdad, primero la de los pequeños negocios, más tarde la de los grandes empresarios. Un día, cuando Mauricio salió del Congreso, el joven periodista le esperaba a la salida. 

—¡Mauricio Fábregas! —lo llamó.

El dictador se volvió, lento y condescendiente. 

—No lo puedo creer –sonrió con ironía–: mi dolor de cabeza al fin ha dado la cara. ¿Sabes de todo el tiempo en el que te he buscado? 

—No se preocupe; a partir de ahora no será necesario que vuelva a hacerlo. 

—No me lo tienes que jurar —dijo mientras se llevaba la mano al bolsillo para sacar la pluma. 

—¡No tan rápido! —El joven periodista le mostró todas las pruebas que había recopilado contra él: testimonios de jueces, de empresarios y políticos. 

Mauricio le miró sin expresión. 

—¿Quién va a creerte, niño? El mundo se mueve por influencias y yo me he labrado un escudo en los medios de comunicación. De este modo, todo lo que digo es la única verdad. Me puedes llamar corrupto, y te reconozco que lo soy. Puedes decir que soy un mentiroso, y aciertas. Pero no olvides que las buenas personas no pueden dirigir el mundo. 

El joven se quedó en silencio y cabizbajo, hasta que levantó la mirada para mostrarle una sonrisa. De su mochila sacó una grabadora portátil. El dictador se quedo turbado, pues a medida que el periodista escribía en su libreta iban llegado grupos de gente que se pusieron a abuchearlo 

Mauricio Fábregas, que quiso reírse de la fuerza de las letras usándolas como un arma, se encontraba de pronto entre la pluma y la pared, en la que dejo una inmensa mancha de tinta azul.