XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Memoria de un secuestro

Fernando Hidalgo, 14 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Aquella mañana me levanté como cualquier otra: salí del saco de dormir, me incorporé y comencé mis estiramientos matutinos. Con una cruz improvisada de papel de aluminio entre las manos, formulé una plegaria. Me resultaba imposible saber los días que llevaba allí dentro, pero lo intentaba fijándome en los rayos de sol que penetraban por los agujeros del techo.

Me alimentaban una única vez al día, después del atardecer. Siempre me entregaba la comida un hombre oculto con un pasamontañas negro, que se negó a mantener el más mínimo contacto conmigo. Las primeras veces que se asomó por la trampilla, le pregunté quién era y por qué me tenían allí, pero nunca me respondió. Una vez a la semana según mis inciertos cálculos, me entregaba, junto a la comida, algún periódico antiguo, incluso libros, en euskera. Al poco de mi secuestro también me dio una fotografía de mi mujer y mis hijos. Llevaba sin saber de ellos desde aquella mañana del mes de enero de 1996, cuando, como de costumbre, alrededor de las ocho me despedí de mi familia sin sospechar que era por última vez, para marcharme a la prisión, en donde trabajaba de funcionario. Bajé al garaje, solitario y oscuro. Me extrañó encontrarme con una grúa. ¿Quién habría traído una grúa al garaje comunitario? Lo descubrí cuando, a unos metros de mi coche, alguien me puso un saco en la cabeza y me inyectó una droga en el cuello. Mientras me desvanecía, me susurró: <<Sorpresa…>>. En unos segundos me quedé dormido. 

Desperté en el interior de un vehículo en movimiento, con la cabeza tapada y atado de pies y manos. Aunque intenté hablar, no me salían las palabras. Pensé en mi familia y volví a dormirme. Cuando desperté de nuevo, me agarraron del cuerpo y de las piernas para sacarme del coche y trasladarme a unos metros de distancia. Entonces me quitaron el saco de la cabeza y me desataron, para posteriormente meterme en un agujero que había en el suelo. Nadie me dijo nada. 

Poco después, la vista se me acostumbró a la oscuridad. Me encontraba en un zulo. En el interior de aquella madriguera sólo había un saco de dormir de color verde, algunos utensilios para el aseo y una bombilla colgada del techo. Fui a consultar la hora, pero me habían quitado el reloj. En ese instante comprendí que me habían secuestrado. 

Semanas después seguía allí encerrado. Me había acostumbrado al lugar. Aunque no llegué a perder del todo un último rayo de esperanza, en ocasiones la desesperación me llevaba a pensar en el suicidio. No lo negaré: más de una vez me tentó ahorcarme. Pero no lo hice.

Y pasaron los meses. Y más meses todavía en los que recé para que me liberaran.

El primer día de julio de 1997 cambió mi vida. Era martes. 

No estaba demasiado animado. En realidad, nunca llegué a estarlo. Como de costumbre, pasé las horas esperando a que me trajeran la comida. También, a que al atardecer encendieran una ensordecedora motosierra. Pero, por mucho que aguardé, no llegó a sonar. Me tumbé sobre el saco de dormir y desde afuera apagaron la bombilla, como cada noche. Me dormí preguntándome cuándo saldría de allí.

Horas después escuché golpes y gritos. Abrí los ojos, extrañado. Abrieron la trampilla del zulo y alguien entró. Pensé que era uno de mis secuestradores.

- ¡Matadme de una vez! -chillé entre desesperado y asustado.

Aquel hombre también llevaba tapado el rostro. Me cegó con una linterna y me apuntó con un arma. Pero al verme la cara, se sorprendió.

-¡Señor Garzón! -gritó con los ojos dirigidos al exterior. Luego me miró-. No te preocupes; todo ha terminado. Pronto verás a tu familia.

Un segundo individuo entró en el zulo. Era Baltasar Garzón, juez de la Audiencia Nacional, que se emocionó al verme.

-José Antonio, soy Garzón. ¿Me reconoces? -. Asentí casi sin darme cuenta-. Capitán, anote bien: A las tres y cincuenta y cinco minutos de la madrugada lo hemos encontrado. Estamos a martes, uno de julio de 1997.

Me eché a llorar. Mi infierno había terminado. 

Yo también fui víctima de los crímenes de ETA. Me llamo José Antonio Ortega Lara y soy funcionario de prisiones.