VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Memorias de un letrado

Pablo Medina, 16 años

                 Colegio Mulhacén (Granada)  

París, Francia, 1795

Al levantarme cogí mis lentes y me vestí con las mejores ropas de las que disponía, dispuesto a oficiar el juicio en el Tribunal. Mi criado Pierre me ofreció unos papeles, una pluma y un tintero para apuntar notas durante la vista, pues mi memoria falla, como fallan la mayoría de las revoluciones, salvo esta última. Me ofreció también su mano para subir al landó que me esperaba a la puerta de mi mansión a las afueras de París, en Versalles. Durante el trayecto observé los jardines exteriores del Palacio, que se perdían en el horizonte.

Al llegar a París los pobres se abalanzaban sobre el coche, mendigando alguna moneda con la que saciar su apetito y el de sus hijos. Arrojé, sin vacilar, algo de calderilla sobre los adoquines de la calzada; se abalanzaron sobre ella como si de pan se tratara. <<Nunca imaginé que París pudiera llegar a este estado de desolación>>, pensé.

En el Tribunal me acerqué al juez y los demás miembros del jurado, que actuaban según el capricho de nuestro actual “gobernante”, Maximilien de Robespierre. Me senté junto a un señor de avanzada edad. Me llamó la atención la nariz puntiaguda del juez, que sobresalía de su peluca, lo que le daba un aspecto cómico cuando, en realidad, era el mismo Belcebú con cuerpo humano. Saqué la pluma, el tintero y los pliegos que Pierre me había entregado y di comienzo a la redacción de lo que allí iba a acontecer.

Pasados cuarenta y cinco minutos, según mi reloj de bolsillo, hicieron pasar a un hombre vestido con harapos salpicados de sangre. El juez le miró con desprecio. Con un golpe de mazo obligó a levantarse a toda la Sala. Yo no me moví: nadie podía observarme. Todo el mundo se sentó cuando lo permitió su señoría. El fiscal presentó los cargos contra el harapiento: asesinato, intento de robo, burlas a la Ley… No podría salir bien parado, aunque cualquier acontecimiento puede dar un giro.

Jean Lumière, nuestro fiscal, empezó a interrogar al acusado. Aquel diablo temblaba como una hoja, empapándose en sudor, parpadeando y balbuceando cada vez que le pedían una respuesta. Jean alzaba la voz, fiel a su mal genio. Odiaba “a los canallas que se aprovechan de la Revolución para practicar delitos”. El reo aseguró, sin embargo, que era inocente de todos los cargos. Yo seguía tomando nota de todo lo que escuchaba.

Llegó el momento en el que tuvimos que deliberar. Los miembros del Jurado éramos nobles que sobrevivimos al terror revolucionario, unos porque fingíamos y otros porque habíamos entregado nuestra voz al pueblo. En mi caso, suministré armas cuando la revuelta callejera contra el Rey.

Concluimos que para dictar sentencia falta un testigo, cualquiera que hubiera presenciado los delitos que habían traído a aquel hombre ante el Tribunal. Es muy fácil acusar y que se dicte sentencia a la guillotina para sacar beneficio de la muerte de un inocente.

Una mujer, rica a tenor de sus vestidos de seda y los collares y anillos que lucía, se levantó de entre el público que asistía a la vista. Era bellísima, de ojos de un azul intenso y labios de brillante carmesí, una suerte de Julieta. Aseguró que ella había sido testigo de las maldades cometidas por el acusado, aunque parecía mentir, comos si pretendiera hacerle daño. ¿Es que las mujeres más bellas son siempre arpías?

Cuando terminó su declaración, aprecié que una lágrima se deslizaba por su aterciopelada mejilla, lo que apunté en mis papeles. Cuando el juez preguntó al reo si tenía algo que añadir en su defensa, repitió lo dicho antes, con los mismos argumentos, hasta que mencionó que no tenía motivos para matar a ese hombre, lo que me hizo considerar <<¿Cómo sabe que la víctima es un hombre?>>.

El anciano que estaba a mi lado me contó que un el cadáver pertenecía a un mando de los revolucionarios que colaboraron con Robespierre. Casi inmediatamente, el juez sentenció la condena a muerte. Se llevaron al preso, que iracundo gritaba entre maldiciones algo referido a una tal Gwendolyne.

A la mañana siguiente presencié la ejecución en primera fila. La muchedumbre se apretaba alrededor del cadalso. ¿Qué persona puede desear la muerte de otra? Al tañer las campanadas del mediodía, colocaron al culpable de rodillas ante el tormento. <<Las armas deben emplearse para la paz, no tan a la ligera>>, cavilé. La mujer que testificó contra él se encontraba de pie junto a un hombre cuyo brazo agarró con fuerza cuando la hoja hizo rodar la cabeza del reo.

Varios meses después, las ejecuciones se suspendieron. Qué ironía... El mismo Robespierre fue víctima de semejante locura.

Cuando Napoleón Bonaparte se hizo con el poder, me fui a Austria en busca de tranquilidad, arte, música y educación. En aquel paraíso conocí a Annette, con la que me casé. Desgraciadamente nuestro matrimonio finalizó con su muerte a causa de la tuberculosis, tres años después. Me había dado dos preciosos hijos.