IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Mi abuelo

Beatriz Jiménez Castellanos, 15 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

Hace una semana murió mi abuelo. Se llamaba Santiago y era sevillano. Por vivir tan lejos, le veía durante las vacaciones. Cuando era pequeña me sentaba sobre sus rodillas y me relataba cuentos de princesas. Sus palabras me hacían viajar con la imaginación hacia lugares extraños y hermosos. Me encantaba ir a pasear con él por el Parque de María Luisa. Muchas veces nos deteníamos a tirar migajas de pan a los cisnes, que parecían esperar nuestra llegada. Cuando alguno de mis hermanos me hacía llorar, él me cogía en brazos, me daba un beso en la mejilla mojada y me susurraba suaves palabras al oído.

Al cumplir sesenta y cinco años dejó la docencia y empezó a cultivar su afición por la pintura. Era gracioso verle frente al Guadalquivir, en la plaza de cualquier pueblo o en la terraza de su casa, siempre con un sombrero jipijapa sobre la cabeza, el pincel en una mano y la paleta de pinturas en la otra, manchando el lienzo que tenía delante. Solía decir que los pintores eran capaces de plasmar sobre una tela la belleza del mundo, de transmitir esperanza. Con la excusa de la pintura, trababa amistad con los turistas curiosos que se asomaban por encima de sus hombros.

Después de las largas sobremesas familiares, se sentaba en su butaca, encendía una pipa marinera y hojeaba el periódico. Otras veces dormía la siesta.

Desde que cumplí diez años, cambiaron los temas de conversación durante los paseos. Evocaba momentos de su juventud, la Guerra, cuando conoció a mi abuela… Nos entendíamos a las mil maravillas. Podía hablarle con toda franqueza de mis triunfos, de mis fracasos, de mis problemas, de mis sueños.. Él nunca se cansaba de escucharme y darme consejo.

De sus siete hijos, ninguno se quedó a vivir en Sevilla, pero no pasaba siquiera un año sin que nos reuniéramos tíos y primos alrededor de él. Nos inculcó la importancia de la familia, el valor de la unidad y del apoyo entre sus miembros.

Ahora abrazo con cariño una fotografía en la que aparecemos los dos y las lágrimas brotan en mis ojos. Siento algo extraño: la tristeza por su muerte se mezcla con su tierno recuerdo. Nunca olvidaré su alegría, el desparpajo y la dulzura que le caracterizaban. Tampoco me cansaré de agradecerle todo lo que aprendí con su ejemplo.