VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Mi equipo

Marta Doblas, 17 años

                  Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

Siempre he seguido los pasos de mi hermana mayor. Yo la observaba con admiración cuando ella comenzó a jugar al baloncesto en el patio del colegio. La veía cada día corriendo de un lado a otro junto a sus amigas y pensaba: “Yo también quiero hacerlo”.

Un día le pedí que me enseñara a meter el balón en la canasta. Ella me ayudó a lanzar lo suficiente alto y con mucho esfuerzo, tras unos cuantos intentos por fin logré colar la pelota a través del aro. A partir de entonces me invitó a jugar con ella durante el recreo.

Cuando cumplí ocho años me apunté en el equipo del colegio. Al principio no es que fuera muy buena. Ahora tampoco lo soy; me cuesta bastante manejar el balón y mi puntería deja mucho que desear.

Después de tanto tiempo practicando este deporte con mi equipo, debo admitir que el baloncesto no es lo nuestro, la verdad. Pero eso no importa. Aunque no hayamos ganado ni un solo partido en toda la temporada, seguimos yendo a entrenar cada jueves con la misma ilusión del primer día. A pesar de las derrota tras cada encuentro, no dejamos de intentar mejorar poco a poco.

Cada partido es un nuevo reto, la oportunidad de demostrar lo que este deporte significa para nosotras y el empeño que le dedicamos. El objetivo no se trata de alcanzar la tan deseada victoria, sino intentar superarnos aprendiendo de nuestros propios errores.

Alguna que otra vez hemos sido motivo de burla, ya que al parecer no tenemos orgullo ni vergüenza. Pero sinceramente, nos da igual.

Nuestros partidos son un poco desesperantes y aburridos, por lo que no solemos tener mucho publico de “casa”. De manera que, si normalmente apenas viene nadie a vernos, imagina si nos toca viajar a un pueblo.

Recuerdo un domingo por la mañana en el que nos enfrentamos al mejor equipo de la liga en su cancha. Como acabo de aclarar, carecíamos de afición y sabíamos que nos esperaba una humillación descomunal.

No sé qué pasó aquel día. El coraje nos pudo. Jugamos como nunca y perdimos como siempre. Lo especial es que en aquella ocasión el resultado tan solo fueron diez puntos de diferencia, cuando la costumbre no perdona los ochenta abajo. Probablemente no se vuelva a repetir una ocasión semejante.

Sin embargo, durante cuarenta minutos, visto orgullosa la camiseta verde de mi equipación y el número que llevo en la espalda, mi dorsal de la suerte, es mi nombre.

Puedo sentir la libertad al correr hasta que me falta el aire. No existe el resto del mundo: ni los exámenes, ni las preocupaciones o los problemas.

Lo único que importa y absorbe toda mi concentración es dar ese último pase, realizar ese lanzamiento forzoso y ver cómo el balón entra en el aro atravesando fugazmente la red.

Son esos momentos de satisfacción los que me hacen recordar por qué sigo jugando con mis compañeras, porque a pesar de que quizá seamos unas perdedoras, por un instante nos sentimos ganadoras.