XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Mi musa

Alejandra Connell, 17 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

Era una noche tan oscura y fría que poca gente paseaba por la calle. Las farolas iluminaban levemente las partituras, aunque poco importaba, ya que estaban más que registradas en mi memoria. Era una noche como cualquier otra, pocas monedas en la funda de mi guitarra y clásicas melodías en el aire, que traía a ráfagas un olor a castañas asadas.

Sin embargo, alguien rompió aquella monotonía. Fue una mujer de unos cuarenta años, bien abrigada, pero vestida con un estilo sencillo; ni tacones, ni bolso. Tan solo un toque rojizo de colorete. Algo me chocó en ella. Se acercó, echó unas moneditas y se sentó en el banco de enfrente, mirando hacia la ría. Yo continué a lo mío, mientras ella se limitaba a admirar lo que la rodeaba.

Dieron las nueve y ahí seguíamos los dos, como si apenas hubiera transcurrido un segundo. La música nos distrajo tanto que el tiempo pasó y no nos dimos cuenta. Recogí y me fui. Volví la cabeza hacia el banco, pero ella ya se había marchado.

<<¿Habrá venido solo para oírme?>>, me pregunté. Supuse que habría sido casualidad, pero supuse mal, o fue una casualidad llena de intención, pues al día siguiente apareció de nuevo, esta vez acompañada por un libro.

Aunque yo sabía que ella venía a escucharme, nunca me sentí obligado a tocar. A pesar de que estaba inmersa en su libro, siempre tuve la sensación de estar acompañado. Sin cruzar palabras ni miradas. Su sola presencia me entretenía.

Acabé la partitura y miré alrededor. Sin querer, me tropecé con su mirada. Parecía agradecida y satisfecha, como si realmente valorase mi composición de sonidos, como si con el simple hecho de escuchar le fuese suficiente. Ese sentimiento de satisfacción mutua me hizo perder el control de la situación. Mis dedos tomaron las riendas; iban solos al compás de mi otra mano, que se acoplaba al tempo de las notas, creando una nueva canción con una atmósfera diferente, agradable, graciosa y llena de esperanza.

Esos ojos eran mi musa, y ¿qué es un artista sin su musa? Ella era la causa y la consecuencia. No, mejor, ella era hasta la mismísima música.

Poco a poco, mis dedos empezaron a detener el tempo y a bajar el volumen hasta enmudecerlo, acabando así en un acorde en Sol abierto, acompañado de su sonrisa de despedida.