IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Mi vida junto a ti

Blanca Rodríguez G. Guillamón, 15 años

                 Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

        Acunó el frágil cuerpecillo que descansaba sobre su regazo. Acarició las pequeñas manitas de bebé y, cogiendo impulso, se levanto de la cama. Aquella noche era serena: ni el débil piar de un pájaro rompería la magia tras la tormenta. La joven, de poca edad, recorrió la casa hasta llegar a una pequeña estantería de volúmenes desgastados. Recorrió con la mirada cada una de las hileras hasta dar con el libro deseado, un álbum de tapas de cuero negro. Le temblaba el pulso cuando lo cogió entre las manos y con cuidado lo guardó en una bolsa. Volvió al dormitorio, donde reposaba tranquilamente su hijo. Lo tomó, evitando sorprenderle en mitad del sueño y, abrigándolo, salió a la fría noche. Atravesó el jardín a paso ligero y, sin mirar atrás, se perdió en el bosque.

       La iglesia se vislumbraba en el horizonte. La joven apretó el paso, tenía poco tiempo. El párroco la esperaba a la entrada del templo.

       -Bienvenida seas, querida.

       -Gracias por esperarme, padre. Necesito pedirle un favor.

       -Lo sé hija. Cuidaré de él –el sacerdote extendió los brazos y refugió en ellos al bebé.

       -Gracias –le tembló la voz.

       -Os amabais de verdad... Pero corre, el tiempo apremia.

       La joven asintió agradecida y corrió a la parte trasera de la iglesia. Se detuvo frente a la verja del cementerio, retuvo la respiración y tiró del frío metal. Un escalofrío le recorrió la espalda al poner un pie en el camposanto. Ante ella se extendía un mar de lápidas ennegrecidas cubiertas por una atmósfera frágil y tenebrosa. El viento agitaba las ramas de los sauces y la luna se reflejaba en el mármol húmedo de los sepulcros. Se mordió el labio inferior y se adentró en aquel laberinto de sueños eternos, sobreponiendo la razón al miedo.

       Un rayo de luna hería una lápida. La joven se arrodilló frente a ella con los ojos bañados en lágrimas. Al leer el nombre que había grabado se le aceleró el corazón. Tembló de amor y abrió la boca, pero ni una sola palabra rompió el silencio. Acercó la mano a la piedra y con sus vacilantes dedos recorrió el nombre del difunto.

       -Marcos... -dijo en un susurro que se confundió con el viento que agitaba las ramas.

       Una lágrima rodó, yendo a parar a losa que protegía los restos de aquel mortal. La chica había roto a llorar. Se ovilló en aquel lugar solitario y oscuro. Cuando cesaron las lágrimas se atrevió a volver a hablar, con una voz ronca y desesperada.

       -Marcos, me voy lejos de aquí con el niño –hizo una breve pausa, como si la ánima del difunto rondara por allí-. Nos persiguen y esta vez nos han encontrado, debemos marcharnos –sofocó un lamento y cerró los ojos, tratando de recuperar la paz -. Te necesito tanto... Sabes que te amaré siempre. El hijo que me diste me ha salvado de cometer una insensatez.

       Extrajo de la bolsa aquel álbum y lo dejó junto a la lápida. En su elaborada cubierta se leían unas letras de plata: “Mi vida junto a ti”. Acercó los labios a la fría piedra y sobre el nombre del caído plasmó un beso que rompía los umbrales de la razón.