VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Mis hermanos,
mi mayor tesoro

Belén Martínez Casamitjana, 16 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

En el momento del accidente, María se encontraba en plena adolescencia. Su vida se había llenado de picos: subidas y bajadas de ánimo y un enfrentamiento casi continuado a sus padres y hermanos. A causa de los cambios hormonales que conlleva el crecimiento, la cabeza se le embotaba: era incapaz de contemplar a su familia con naturalidad. En todos sus miembros encontraba alguna razón para sus fracasos: las malas calificaciones en el colegio, las peleas con sus amigas… Pero un día en el que salieron de excursión, un accidente de tráfico dio un giro drástico a su vida.

María quedó en estado de coma. Aunque exteriormente no lo aparentaba, escuchaba lo que decían a su alrededor.

La enfermera que la atendía, se dirigió a una joven:

-Beatriz, esta paciente es nueva. Llegó ayer por la noche. Ha sufrido una hemorragia cerebral que le ocasiona un estado de inconsciencia, pero no disponemos de los medios técnicos para conocer si tiene algún daño grave en el cerebro. Será otra paciente de la que tendrás que encargarte de atenderla por las tardes.

Beatriz era universitaria. Su carrera de enfermería requería que hiciera prácticas hospitalarias y cada tarde, después de controlar a otros pacientes que le habían sido asignados, pasaba junto a María. La paciente sabía qué algo había pasado, pero aún haciendo esfuerzos no conseguía recordar el accidente. Un día que Beatriz no había llegado aún para darle las medicinas, escuchó al médico:

-Pobre chica... -acto seguido, preguntó a otra enfermera-. ¿Sobrevivió alguien más, verdad?

-Sí, una pequeña de cinco y otra de tres años. Están ilesas y ahora viven con su tía.

El estado de coma de María supuso para todos una dura y larga espera, pero gracias a aquellas dos pequeñas que la visitaban diariamente, le comenzaron a llegar a la cabeza las primeras imágenes de aquel terrible suceso y las de sus hermanas. Una tarde, se le dibujó en el rostro inerte una sonrisa y Beatriz dio un grito de júbilo.

-¡María, cariño! -le dijo tomándola por los hombros-. Despierta. Vamos, tú puedes.

Poco a poco, fue ofreciendo distintas señales de que volvía a tomar conciencia de la realidad, a conectar de nuevo con el mundo.

La trasladaron a la unidad de vigilancia intensiva, para controlar cualquier nueva anomalía. A Beatriz le suspendieron los otros pacientes que trataba y la mandaron con ella para que pudiera dedicarle todo su tiempo.

Beatriz inició una serie de conversaciones con María. Le explicó lo que hacía durante cada jornada y lo mucho que disfrutaba junto a sus padres, hermanos y amigas.

María comenzó a recordar sus juegos de cuando era pequeña. Oía en su cabeza las risas de sus amigas, pero no conseguía identificarlas. Hasta que un día relacionó aquellas risas con la voz de aquellas dos pequeñas. Incluso le alumbró el beso que su madre le dio antes de subir al coche. Poco a poco, comenzó a balbucear los nombres de los miembros de su familia.

-María, lo has conseguido -le dijo Beatriz-. Ahora, tienes que abrir los ojos.

Los párpados de María temblaron antes de volver a mostrar a la vida el brillo de sus pupilas. Los recuerdos de los suyos habían sido suficientemente poderosos para despertarla

-¿Donde están mis hermanas? –pronunció.

-A punto de llegar.

Sus hermanas y su tía celebraron aquel cambio sorprendente.

-¿Dónde están papa, mamá y los demás? –preguntó María a Carmen, la mayor de las niñas.

Haciendo esfuerzos por contener las lágrimas, le respondió con una voz suave:

-Se han ido al cielo.

Tras unos segundos de tenso silencio, fue María la que proclamó:

-Seguro que desde allí nos cuidan.