IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Motivos para vivir

Rocío Martínez Rodilla, 15 años

                 Colegio Altaviana (Valencia)  

Contemplaba su rostro sin poder desviar la mirada hacia otro lugar de la habitación. Era una preciosidad. Al rozarle sus pequeñas manos, Marta quiso desaparecer sin dar explicaciones. No comprendía nada. No entendía las razones que estuvieron a punto de que su hija no hubiera existido. Ni siquiera sus diecisiete años eran excusa suficiente para arrebatar la vida que crecía en sus entrañas.

La pequeña abrió dulcemente los ojos, como si quisiera devolverle la mirada. Eran grandes y oscuros, clavados a los de su madre. Marta no pudo contener las lágrimas. Se echó a llorar. Sentía que no la merecía. Al mirarla de nuevo, esbozó una sonrisa. Consideró que por fin había logrado en esta vida algo que realmente valía la pena. No se había dejado llevar por comentarios ni consejos fáciles.

El ginecólogo entró en la habitación. Se situó delante de Lucía y, sonriendo, le dijo:

-Es igual de guapa que tú, Marta. Debes sentirte orgullosa.

-Lo estoy, se lo aseguro.

-Hay alguien afuera. No sé si dejarle pasar. Se ha puesto como loco de alegría cuando le he dicho que todo ha salido bien y que la niña es una princesa.

A Marta no le había resultado fácil aceptar el futuro, pero nunca perdió la confianza.

-Muchas gracias doctor. Déjele pasar.

Ahora que la tenía en brazos, no entendía por qué hace  meses había tenido tanto miedo. Ya no tenía sentido todo el sufrimiento, la inseguridad, que la gente de su alrededor le había causado. Había conocido a aquellos que de verdad la apreciaban.

Álvaro irrumpió en la habitación, mostrándole a Marta un gesto de aprecio y orgullo.

Al ver a la pequeña Lucía se quedó en silencio, como pasmado. No sabía de qué modo mirarla. Se sentía fuera de lugar, la cabeza repleta de preguntas. Sabía que, en ese momento, en aquella habitación, estaban las tres personas más importantes del mundo.

-¿Quieres cogerla? –le invitó Marta.

-¿Puedo...?

Álvaro se agachó como con vergüenza y la tomó con cuidado, como si el bebé pudiera romperse como una pieza de porcelana. La miró fijamente. No se lo podía creer. Había decidido cambiar el estilo de su vida por ellas. Las quería más que a nada en el mundo. Con la pequeña en brazos tomó de la mano a Marta. Sin decir nada, ella supo que todo iba a salir bien.