XI Edición
Curso 2014 - 2015
Munus gladiatorum
Eduardo Sanz Campoy, 16 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Las ejecuciones habían terminado y el público clamaba por más sangre.
Tetraites se dispuso una vez más a la batalla. Su casco apenas le dejaba unos agujeros para ver y su gran cresta le identificaba como mirmillón. Iba equipado con un gran escudo rectangular, llevaba la espada atada al brazo y una cota de malla cubría su pierna izquierda.
Cada uno de sus pasos resonó en las galerías de forma solemne, hasta que llegó a la entrada. Un fuerte haz de luz le cegó. El clamor del pueblo, expectante por el espectáculo, enardecía el ambiente.
Frente a él se encontró con un tracio, que portaba una espada corta en forma de hoz y un escudo de madera la mitad de grande que el suyo. Los tracios siempre resultaban oponentes formidables gracias a sus tácticas y a los pequeños trucos de su arma, pero el metal con el que estaban fraguados sus cascos era tan pesado que terminaba por pasarles factura en los combates que se alargaban.
Una vez acabó el simulacro con espadas de madera, sonó un cuerno y sus instructores delimitaron el terreno de combate. Un segundo toque del cuerno anunció el comienzo de la pelea.
Ambos empezaron a dar vueltas manteniendo las distancias. Bajo sus pies descalzos sentían la arena empapada en sangre. Sin previo aviso, el tracio se abalanzó con una feroz estocada que Tetraites rechazó con un golpe del escudo. Tomando ahora la delantera, el mirmillón le soltó un espadazo que su enemigo logró desviar con torpeza. Mediante amplios arcos en el aire con su arma, Tetraites consiguió inferirle severos cortes en los costados.
El público rugió.
Tras una pequeña pausa para destacar su hazaña, Tetraites volvió a hacer frente a su oponente. Rodeándole de nuevo, podía observar su mueca de dolor. El tracio se lanzó otra vez en una rápida ofensiva. Sin apenas esperarlo, ambos se enzarzaron en un choque de escudos, pero el tracio clavó múltiples veces su espada en la espalda del mirmillón. Cegado por el dolor, Tetraites comenzó a atacar torpemente, espantando a su contrincante.
El populacho estaba eufórico. Sin embargo, Tetraites sabía qué ocurría con esas heridas: si no ganaba en unos minutos, la hemorragia le obligaría a detenerse. A pesar de los cortes y del peso del casco, el tracio le estaba pasando factura.
Era el último asalto y ambos sabían que uno de los dos iba a caer. Esta vez Tetraites, cargó contra su enemigo, logrando hacerle otra herida más, pero el tracio lo bloqueó con su escudo maltrecho y contraatacó a la pierna del mirmillón, al que, sin embargo, le protegió su espinillera metálica. Tetraites no dudó en aprovechar el momento y hundió su hoja en el hombro del tracio, que cayó al suelo. En un torpe intento de protegerse, el tracio se cubrió con la maltrecha rodela de madera, pero el mirmillón apretó su espada, provocándole una sangría. Derrotado, su contendiente levantó el pulgar en señal de rendición.
El público no cabía en sí de emoción. Los gritos de perdón se entremezclaban con los de ejecución. Tetraites dirigió la mirada a la autoridad, que compadecido del pobre tracio y del dinero invertido en él por parte de sus entrenadores, le salvó la vida.
El público, algo decepcionado, ovacionó a Tetraites mientras se marchaba por la puerta de los vencedores. Respecto al tracio, si sobrevivía sería convertido en esclavo.