XX Edición
Curso 2023 - 2024
Ni de aquí, ni de allá
Gabriela Lara, 15 años
Colegio Santa Margarita (Lima, Perú)
Cuando te mudas de tu país de nacimiento, nadie te advierte de aquello a lo que te vas a enfrentar. Nací en Bogotá, Colombia, en donde comí arepas y buñuelos en el desayuno. Pasé los primeros años de mi vida bajo el clima frío de mi ciudad, donde el gris del cielo es sinónimo de lluvia torrencial y nunca falta una taza de buen café. Allí la gente utiliza el “ustedeo” de forma cotidiana y puedes endulzar el día con una oblea con arequipe o un bocadillo de queso. El siete de diciembre se adornan las calles con farolitos; lo llamamos Día de las Velitas y rezamos novenas al son de villancicos.
Desde los seis años vivo en Lima, Perú. Ahora tengo quince y puedo asegurar que conozco mejor la cultura peruana que la de mi propio país. Sí, me he vuelto una defensora del ceviche, de la chicha morada y del pollo a la brasa. Y no tardé en acostumbrarme a la cotidianidad de sus días grises y fríos en invierno, que no afecta a la calidez entrañable de los peruanos.
Al haber llegado a este nuevo destino a tan corta edad, es evidente que mi acento bogotano se fue quedando en el olvido, pues yo absorbía como una esponja el habla de los limeños. Así, no es extraño que aquí me pidan que hable en “colombiano”, y me pregunten cómo perdí el acento de mi tierra, lo que me hace sentir extraña.
A veces siento que no pertenezco a ningún lugar. En mi corazón existe una dualidad: Colombia, el hermoso país en donde nací y de donde son mis padres y toda mi familia de sangre; y Perú, el país afable que me ha visto crecer y donde tengo amigos que se han convertido en parte de mi familia. Sí, estoy muy agradecida de vivir aquí. Respeto sus costumbres y tradiciones, pero no dejo de lado el lugar del que vengo. Gracias a mis padres, sigo manteniendo nuestras tradiciones colombianas bien presentes.
Emigrar no es sencillo, así que una capacidad de adaptabilidad y una buena actitud son indispensables, pues la piedra angular de todo emigrante es la resiliencia: abrir la mente y el corazón para aceptar el nuevo país como hogar, donde respetar y vivir sus costumbres, disfrutar su gastronomía, querer a su gente e, incluso, apropiarte de ciertas palabras de su habla. Lo podemos lograr sin necesidad de olvidar de dónde venimos ni renunciar a nuestras raíces.