VII Edición
Curso 2010 - 2011
Ni un pelo de tonta
Fernando Mora-Figueroa, 17 años
Colegio Tabladilla (Sevilla)
Se levantó de un saltó de la hierba y dio varios pasos hacia atrás, forzando los ojos para ver en la distancia. Allí, entre unos álamos en la distancia, se encontraba ella. Estaba junto a un estanque con una bandada de patos, charlando con alguien, pero no se le distinguía detrás de los árboles.
-Allí sigue –murmuró mientras regresaba lentamente junto a su amigo que le esperaba sentado en el césped.
-Lo suponía; estaba ahí mismo cuando has mirado hace dos minutos –Miguel miró divertido a su amigo.
El otro chico volvió a acomodarse en la pradera del parque en la que se encontraban. Sacó una cajetilla de tabaco y le ofreció un cigarro a su amigo. Miguel negó con la cabeza.
-Ya sabes que no fumo.
Antonio asintió con la cabeza.
-Te prometo que esta niña es tonta. ¿Qué hace con él? No le conoce; yo sí y tú también. No me hace ninguna gracia que se vaya con él allí lejos. Lo peor es que yo sé que a él le gusta ella.
-Carmen ya no es una niña –intervino Miguel-. Y los dos sabemos que no tiene ni un pelo de tonta. No va a dejarle que haga lo que él quiera.
-No, pero él lo va a intentar –miró a los ojos a su amigo con una expresión seria mientras se encendía un cigarro-. Es mi hermana, Miguel. Si se le ocurre propasarse…
-Lo sé, Antonio. Pero te repito que no hará falta. Estas exagerando. Si se pasa, Carmen lo pondrá en su sitio.
-Ya… –Antonio le dio otra calada al cigarro, esta vez tan larga que Miguel temió que se atragantara con el humo. Cuando parecía que su amigo ya se había calmado, le miró de nuevo y soltando el aire volvió a lo mismo-. Pero, ¿por qué con él? ¿Por qué no sale con otro? Alguien que…
-Que te parezca bien a ti y no a ella.
-Sí… -reflexionó un momento-. No, no sé. A los dos. Pero creo que no hay nadie que a mí me parecería bien.
-Ya lo sé. Por eso tienes que dejarla tranquila.
-¿Y tú? –preguntó esperanzado-. Tú eres su amigo, y el mío también.
El corazón de Miguel comenzó a latir muy deprisa y notó como un sudor helado le bajaba por la esplada.
-¿Yo? No. Yo no. Ya te he dicho que tiene que decidirlo ella –trataba de parecer sereno, pero estaba tan nervioso que estuvo a punto de pedirle un cigarro-. Además, tú no quieres que nadie esté con ella, ni siquiera yo.
Eso era algo que Miguel tenía claro desde hacía mucho tiempo. Algún día tendría que ceder pero, a pesar de afirmar siempre que su hermana era tonta sin remedio, Antonio siempre había sido extremadamente protector.
-No, es verdad. Pero prefiero que esté con ella alguien que conozco y que sé que va a respetarla y a protegerla. Tú cumples eso, aunque no me guste.
-Ya, pero sigues olvidando que es ella la que tiene que decidirlo.
Antonio le dio una última calada al cigarro y lo apagó contra una piedra. Luego sonrió enigmáticamente a su amigo.
-Conozco a mi hermana desde hace dieciséis años. Y a ti desde hace casi el mismo tiempo. Creo que os tengo bien calados a ambos ¿Tengo razón?
Miguel se encogió de hombros sin saber qué responder.
En ese momento, un ruido seco, como un bofetón, seguido de un chapoteo llegó desde donde se encontraba Carmen. La bandada de patos levantó el vuelo en medio de un estruendo de graznidos. El hermano de Carmen se levantó de un salto y dio varios pasos hasta la alameda, seguido de un confuso y aún nervioso Miguel.
Ninguno de los dos sabía qué esperar después de aquel escándalo. Ninguno sabía lo que había pasado.
Un segundo después, apareció entre los árboles una figura que a los dos les era familiar: no muy alta, delgada, rubia y con el pelo que le caía sobre los hombros. Carmen no salía asustada o preocupada, tampoco triste. Parecía más bien enfadada, indignada de hecho. Subía la pendiente roja de ira. Los dos chicos avanzaron hacia ella, pero conocedores de su genio, decidieron quedarse a una distancia segura.
-¡¿Qué queréis vosotros dos?! –pasó de largo y siguió subiendo cada vez más jadeante y enfadada.
Los amigos, sorprendidos volvieron la mirada de nuevo a la alameda y se acercaron para comprobar qué había sucedido. Allí vieron a alguien, un chico de su edad saliendo del estanque con dificultad y con toda la ropa chorreando agua.
Al principio, ninguno supo decir nada, pero pronto rompieron en una risa floja que fue transformándose en carcajadas. Cuando consiguieron dejar de reírse estaban tirados de nuevo en la hierba con dolor de tripa a causa de la hilaridad.
-Lo que yo te decía –dijo Antonio a su amigo secándose las lágrimas de la risa-; mi hermana no tiene ni un pelo de tonta.