XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Olor a chocolate

Isabel Serrano, 15 años 

           Colegio Ayalde (Bilbao)  

Caminaba hacia el hospital, como todos los días desde hacía unas semanas. No quería desaprovechar el poco tiempo que podía pasar junto a Luisa. Sabía que algún día no muy lejano tendría que despedirse de ella. Le aterraba que llegara ese momento.

Antes de visitarla, decidió comprarle un pequeño detalle. Entró en una pastelería que desprendía un exquisito olor a chocolate. Entonces recordó una tarde de invierno en su cafetería favorita: Luisa no se percató de que al beber se le había puesto un bigote marrón sobre la comisura de los labios. Siguieron charlando, sin que ella se diera cuenta. Hablaba y hablaba con un delicioso brochazo de chocolate. Aún así, estaba tan guapa como siempre y más graciosa que nunca. Cuando por fin cayó en la cuenta, rompieron en una larga risotada.

Aquel recuerdo le dibujó una sonrisa. Añoraba aquellos momentos sin preocupaciones.

Un oso de peluche sobre el mostrador le llamó la atención. Era muy suave, casi tanto como el cabello que su chica había ido perdiendo a causa del tratamiento. Lo compró; sabía que le iba a encantar.

Al entrar en la clínica, saludó a la recepcionista, una joven de pequeña estatura que siempre le ofrecía caramelos. Esa chica le caía bien, pero él detestaba aquel lugar. ¿Cuánta gente entraba allí para no volver a salir sino en un coche de la funeraria?

Subió al ascensor y pulsó el botón que le dirigiría a la tercera planta. Al salir se cruzó con un paciente en silla de ruedas. Era el vecino de la habitación de Luisa, y le saludó con alegría, como si le acabaran de dar una buena noticia.

Al abrir la puerta del cuarto, se le heló el corazón. La cama estaba vacía y recién hecha y las cosas de la chica (sus libros, la botella de agua, su aparato de música…) habian desaparecido. No había ni rastro de Luisa.

Empezó a ponerse nervioso: el corazón se le iba a salir del pecho. Se rompió y comenzó a llorar sobre la cama. Entonces alguien le tocó el hombro suavemente.

—Tranquilo —. Se giró, y ahí estaba ella, más contenta que nunca.

El pijama de hospital había desaparecido y vestía una sudadera verde, unos vaqueros ajustados y unas Adidas blancas. Además, se había pintado ligeramente los labios.

No tardó en darse cuenta de lo que ocurría: se iban. Todo aquel sufrimiento por fin había terminado. Luisa estaba curada.

Se abrazaron fuertemente y, de la mano, salieron del hospital.