XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Pablo 

Ignacio López Martín, 16 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Juan abrió los ojos para mirar con resentimiento a la persona que acababa de despertarle. 

—¡Arriba, que ya es hora!—le saludó su madre—. ¿No tienes hoy un examen?

Así era, y no lo había estudiado.

<<Para qué estudiar lo que no entiendo>>, pensó. <<Además, las derivadas no me van a aportar nada interesante para mi futuro>>.

—Sí, mamá. De mates

—Pues más te vale aprobarlo, salvo que quieras estudiar durante las vacaciones de Navidad. 

Nada movía el interés de Juan, que estaba continuamente aburrido. Aunque tenía algunos amigos, era un chico solitario que vivía sumido en sus pensamientos. Pocas cosas le hacían feliz. Muy pocas. 

Tras asearse con desgana, vestirse y comer un par de galletas, se dirigió a la parada del autobús escolar. El recorrido hasta el colegio era su momento preferido del día: se sentaba solo, conectaba los auriculares al móvil y miraba, a través del cristal, a los coches que pasaban.

Pero aquella mañana alguien se sentó a su lado. En un primer momento Juan lo ignoró, pues no tenía ganas de entablar una conversación, y menos con un desconocido. Pudo ver a su acompañante reflejado en la ventanilla sin necesidad de girar el cuello: se trataba de un chico bajo, de pelo castaño y rizado, nariz chata y ojos verdes. Recordaba haberse cruzado con él numerosas veces en el colegio. Se le veía siempre sonriente, lo que a Juan le causaba profunda envidia.

—Hola. Soy Pablo, de la clase de enfrente — le saludó, sin obtener respuesta –. ¿Qué escuchas?

Juan fingió que no le había oído, pero Pablo insistió, dándole dos toquecitos en el brazo. 

—Y a ti, ¿qué te importa? —se revolvió.

—A lo mejor conozco esa canción —contestó el otro, sin darse por vencido. 

Molesto, Juan le dejó uno de sus auriculares. Para su sorpresa, Pablo comenzó a cantar. Era la primera vez que coincidía con alguien que tuviera sus mismos gustos musicales. 

—Es uno de mis temas favoritos —le confió Pablo.

Juan le dirigió una mirada seria y volvió la cabeza hacia la ventana. Fuera llovía intensamente y las gotas resbalaban por el cristal. 

«Y para colmo llueve», pensó.

De nuevo observó a su compañero reflejado en el cristal. Seguía sonriendo. Pasados diez minutos, al ver que el chico no dejaba de sonreír, irritado, le preguntó: 

—¿Se puede saber cómo puedes estar tan feliz? Es lunes, tenemos examen de matemáticas y está lloviendo. 

Pablo señaló a dos niños que estaban sentados en la otra fila.

—Míralos; de pequeño yo también solía jugar con mis amigos a ver qué gota de lluvia llegaba antes al final de la ventanilla.

Juan, sorprendido ante semejante respuesta, detuvo la música para escucharle con más claridad. Pablo prosiguió:

—Era uno de mis pasatiempos favoritos. A veces incluso apostábamos caramelos o cromos por una u otra gota, como si se tratara de una carrera de caballos.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero es que observes: esos niños disfrutan con muy poco. Están jugando con una ventana mojada, nada aparentemente extraordinario, pero lo viven como algo fabuloso. ¡Escucha cómo gritan de emoción cuando una de las gotas gana la carrera! 

Juan le estaba prestando más atención a Pablo que a cualquiera de sus profesores.

—Has dicho que no hay motivos para estar contento –continuó aquel chaval–. ¿Acaso se te ha muerto alguien o ha ocurrido alguna catástrofe mundial? ¿Quizás tienes problemas de salud?... Si tu respuesta a estas preguntas es <<no>>, ya tienes razones para estar feliz. 

—Pero…

—De pero nada, chaval—le interrumpió—. Abre los ojos: no todo es gris. Las cosas buenas no solo hay que esperarlas, también hay que salir buscarlas, pues hacen los días más coloridos.

A la mañana siguiente Juan subió al autobús esperando encontrarse con Pablo de nuevo, pero este no acudió. Lo estuvo buscando por el colegio, sin obtener ningún resultado. Por el pasillo se topó con el profesor de Lengua, a quien preguntó si sabía por qué razón no había ido a clase. 

—¿Pablo?... ¿Qué Pablo?

—Ese chico bajito, de ojos verdes y pelo castaño y rizado. 

Don Enrique frunció el ceño y, tras unos segundos, le dijo en tono molesto:

—¿Quieres tomarme el pelo? No recuerdo haberle dado clase a ese alumno. 

Lo más extraño sucedió después: Juan descubrió que el profesor no era el único que no recordaba al muchacho, sino que ninguno de los alumnos a los que preguntó afirmó haberlo visto alguna vez. 

Juan siempre esperó volver a encontrarse con aquel misterioso muchacho que, en una mañana de invierno, se sentó a su lado en el autobús escolar.