IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Para Elisa

Remei Pallás, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Elisa bajaba a la misma estación de metro todas las mañanas. Seguía un ritual idéntico y casi siempre eran los mismos pasajeros los que la acompañaban durante el viaje que, día tras día, madrugaban como ella para llegar puntuales al trabajo o al colegio. Por la tarde el recorrido era inverso y también reconocía a los viajantes, distintos a los de la mañana, que tomaban aquel transporte, cansados después de la jornada de trabajo o colegio.

Hubo una tarde que Elisa recordaría siempre. Volvía de sus clases cuando bajó del vagón y se dirigió hacia el pasillo del trasbordo. Solía atravesar aquel pasadizo con una marcha ligera y constante. Eran pasos con rumbo fijo hacia la siguiente estación. A ella le gustaba mirar hacia el fondo porque al final de la travesía siempre había más luz.

Pero aquella tarde de invierno, cuándo sólo había empezado a dirigirse hacía la estación, escuchó una melodía agradable que, a cada compás, le resultaba más cercana. En la mitad del camino había alguien quieto entre la multitud que avanzaba. Era un muchacho vestido humildemente que estaba cerca de la pared con la funda del violín en los pies y una partitura en el atril. Ocupaba el puesto reservado para aquellas personas que tocan algún instrumento a cambio de alguna limosna. Su música era dulce y afinada. A Elisa le pareció digna de un profesional.

A Elisa le solía resultar deprimente aquel túnel del trasbordo, con un techo bajo y asfixiante, paredes desvaídas de suciedad difuminada y neones. Pero en aquel momento prestaba atención a la música y sintió ganas de quedarse quieta y escuchar detenidamente.

El músico mantenía los ojos cerrados, concentrado en su trabajo. Movía los brazos apasionadamente y parecía sentir vivamente las notas. Elisa se dio cuenta de que el joven no tenía a nadie que le pasara la partitura, y que estaba tocando la canción de memoria. Entonces aún le pareció más admirable y atrayente.

A medida que se fue alejando la canción se convirtió en un susurro. Elisa hubiera querido girarse y volver hacia él, pero siguió su camino. A su alrededor nadie miraba hacia atrás ni mostraba la mínima señal de admiración. Pero ella estaba convencida de que no andaban impasibles, que más de un viajero pensaba lo diferente que resultaba el pasadizo con la armonía de aquel violín.

A partir de entonces, cuando Elisa pasaba por el pasaje recordaba a aquel violinista y deseaba que hubiese encontrado un lugar en una orquesta de prestigio.

Cuando aquella tarde escuchó la ultima nota desde el final del pasillo, le pareció como el punto final de un poema. Fue entonces cuando recordó el título de aquella canción que ya había oído antes en el auditorio interpretada por un piano. Adaptarla a violín no debía resultar fácil. Se trataba de “Para Elisa”, de Beethoven.