VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Pequeños soldados

Lucía Conde, 15 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

-¡Rápido, rápido! –exclamó entre susurros el oficial.

Ambos recorrieron, agachados, el trecho que les separaba del punto seguro más cercano: un grupo de árboles cuyos gruesos troncos servirían de escudo temporal. Fueron los diez metros más largos de su vida.

El cabo apoyó la espalda con brusquedad, jadeante, pero apreciando un punto de inflexión en aquella misión interminable. La veteranía y experiencia del oficial, no tan confiado como aquel joven, le impidieron la tregua y aguardó ladeado tras el tronco, con el hombro apoyado y el arma en alto. Intentó mantener una respiración acompasada y silenciosa que no les delatara.

El oficial no conocía al muchacho que tenía a su lado. Su juventud le daba un aire inexperto, pero tuvo que reconocer su resistencia física y mental al haber aguantado en pie tanto tiempo. Aquella no era una misión rutinaria.

-¿Nombre? –preguntó el oficial sin mirarle.

-Iván Mendoza, cabo. ¿Es usted el comandante José Cortázar?

El oficial asintió, sin mudar la expresión concentrada. Observó detenidamente a su alrededor.

-¿Queda alguien más de su escuadrón? –preguntó Cortázar, aun conociendo la respuesta.

-No, señor, todos están… -El cabo no pudo reprimir el agobio y el nerviosismo que sentía, que salieron de su cuerpo a través de un tono de voz entrecortado. Debía mantener la compostura o, si no, perdería la visión objetiva necesaria en un militar.

-Cómo he podido… permitirlo… lo sabía, y… cómo… -El comandante hablaba más para sí mismo, mientras introducía con suma lentitud nuevas balas en el fusil, preparándose para el enemigo cada vez más cercano-. Así que –alzó el arma- sólo quedamos nosotros dos.

-Sí –musitó el cabo Mendoza, sujetando su carabina con manos temblorosas.

-Bien. –Cortázar clavó sus pupilas en las del muchacho, quien no pudo evitar un escalofrío ante el iris de un azul helador en una tez tintada de polvo y tierra-. ¿Estás preparado?

El oficial no esperaba más respuesta que el brillo de la adrenalina, el odio y el temor en los ojos de un joven que no había vivido lo suficiente. Pero allí estaba, con el arma en ristre, dispuesto a dar lo poco que le quedaba a un territorio hostil.

Ya percibían los gritos, carreras y disparos de los enemigos. Saboreaban una victoria próxima.

Iván Mendoza asintió. El comandante se llevó los dedos índice y corazón a la frente, como saludo final.

-Adelante.

Y con un movimiento rápido, pero sabiendo que probablemente sería su último gesto, salieron a descubierto. La luz solar les deslumbró. Iván entrecerró los ojos. Creyó ver un destello metálico y tras él un rostro. Un impacto seco en su estómago. Y después…

-¡José, Iván! ¡A comer! Vamos, deprisa, que se enfría.

-Pero mamá…

-Nada de “peros”. A comer. ¿Y esas caras tan sucias? –La mujer se acercó a José y frotó con una esquina de su delantal la cara del pequeño-. ¿Pero dónde os habéis metido? ¿Os habéis caído?

-Estábamos jugando a soldados –se excusó Iván.

-A soldados… -la madre suspiró, resignada-. ¿Y para jugar a soldados tenéis que rebozaros por el suelo?

-En cuestiones de vida o muerte, la suciedad es algo sin importancia –rezongó José con el vocabulario y el tono de voz más solemne que podía conseguir con nueve años.

-Algo sin importancia… Díselo a tu pobre madre que ahora tiene que limpiar toda esa tierra y verdín. Anda, entrad en casa y cambiaos de ropa.

Los niños corrieron hacia la puerta, con la mente en otra parte, en una colección de nuevas ideas e historias que revivir por la tarde. ¿Un duelo de caballeros medievales? ¿Un western? En aquel momento, las posibilidades parecían infinitas. Y su infancia, también.