IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Peregrino en Pamplona

Javier Basallo, 15 años

                  Colegio Irabia (Pamplona)  

Miró hacia la parte superior de la portada y descubrió el escudo de la ciudad Navarra. Aquellas murallas habían protegido la ciudad de algunas invasiones, aunque no pudieron contener la furia de los moros. En todo caso, dejaba al descubierto las fértiles vegas sobre las que trabajaban hombres y mujeres con sus yuntas de bueyes y mulas.

El peregrino había partido de Estella un par de días atrás, dispuesto a alcanzar el final de la tierra para pagar la culpa de sus pecados junto a la tumba del santo Apóstol. Vestía un raído capote de los templarios. A pesar de lo desgastado y sucio que se encontraba, aun se podía distinguir la cruz roja de Santiago bordada en la pechera. Además, se acompañaba con una vara de avellano que le hacía las veces de cayado y de arma de defensa por aquellos caminos infestados de bandidos que se aprovechaban de la buena fe de los peregrinos.

Cansado del viaje, decidió entrar en la posada mas cercana, “El afilador de toledanas”.

Nada más entrar se dirigió al posadero:

-¿Tiene algún catre libre?

-Estás de suerte. Nos quedan las mejores habitaciones -contestó.

-Voy a dejar el hatillo en el cuarto y bajo a cenar.

Mientras ascendía los peldaños de roble se fijó en el posadero, que limpiaba una jarras para el vino peleón. Arriba busco su habitación. Era cogedora y limpia, y disponía de una mullida cama y unas cortinas tupidas en las ventanas que le protegerían del frío. Cuando dejó sus cosas bajó al comedor y se sentó cerca del fuego. Mientras cenaba, el posadero le informó de las últimas noticias:

-Dicen que el rey Sancho a conseguido desterrar a los moriscos. Por una parte, ya era hora, aunque últimamente no vienen muchos clientes a la posada.

A la mañana siguiente, después de un buen descanso, el peregrino siguió su camino. Todavía era muy temprano y no había salido el sol. El empedrado de las calles estaba vacío. Un grupo de hombres le aguardaba agazapado tras una esquina. Rodrigo, que los había visto por el rabillo del ojo prosiguió su marcha con paso tranquilo. No en vano, había sido un soldado reconocido en la lucha contra el infiel.

Cuando el primero de los asaltantes le puso la mano encima, al grito de:

-¡La bolsa o la vida!

Rodrigo, agarrándole del brazo, lo lanzó por encima de su cabeza contra una carreta de estiércol. Al que venia detrás, paralizado por la sorpresa, le golpeó con el bastón en los riñones. Con aquellos ruidos, los guardias de la ronda se acercaron a pauso raudo para ver el motivo de la escandalera. Pero sólo encontraron a los dos bandidos en el suelo lamentándose de su suerte. Uno de los soldados, que alzó la mirada hacia los tejadillos, creyó descubrir la punta de un capote blanco. Era Rodrigo, que saltaba de tejado en tejado. Bajó por unos balcones hasta el suelo y siguió caminando.

Poco a poco dejó Pamplona a su espalda. El sol salía y daba luz a la tierra, tiñéndolo todo de naranja. El peregrino pensó que siempre que dejaba algún lugar atrás memorizaba su impresión personal para cuando fuese a realizar otros viajes. Pamplona era una villa bonita y con gentes hospitalarias, pero sufría a causa de los bandoleros, aunque aquellos rufianes no eran un problema para él.