XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Perspectivas

Álvaro Piqueras, 16 años

Colegio IALE (Valencia)

Por la ventana de mi cuarto llegó una luz del atardecer, que me trajo sensaciones que tenía olvidadas. Los tonos cálidos del cielo me despertaron muchos recuerdos, pues se parecía al que con frecuencia vislumbraba desde mi habitación en Brasil.

Nací en España, donde pasé los primeros once años de mi vida. De pronto, mi padre cambió de trabajo y nos trasladamos toda la familia a Brasil, pero no a Río, Brasilia, Sao Paulo, Fortaleza o Belo Horizonte, las urbes más conocidas del gigante americano, sino a una pequeña ciudad: Campos dos Goytacazes, en el estado de Río de Janeiro, donde aprendí a hablar portugués.

El primer día de colegio me sentí extraño, pues no conocía a nadie ni lograba comunicarme salvo con un puñado de palabras que había aprendido las semanas anteriores. Y aunque entonces sentí miedo ante la posibilidad de no lograr adaptarme, tres años después no quería volver a España. La vida en Brasil se había convertido en mi verdadera vida, pues no solo tenía muchos amigos sino que disfrutaba de experiencias únicas, desde la comida, tan especial, a las visitas a lugares bellísimos, en un eterno verano que no conoce el paso de las estaciones. También vi cosas que no son muy bonitas, como la pobreza que sufren cientos de miles de personas, pero cuando hago un balance, sin duda, gana lo positivo, pues positivas fueron las relaciones humanas, mucho más cálidas, acogedoras y relajadas que en España, que no solo me ayudaron a que me integrara rápidamente sino a sentirme lejos de la violencia que también caracteriza a Brasil.

Guardo en mi memoria el sabor del açaí, que nunca había probado hasta entonces, el de las pipocas con queso, el olor de la humedad, el de los árboles, la luz entrando muy temprano por la mañana sin el filtro de ninguna persiana, que allí no existen. También recuerdo la sonrisa habitual de la gente, la dulzura de su acento, la tranquilidad para hacer las cosas cotidianas, sin la prisa que aquí nos vence ante la posibilidad de perder unos segundos de vida. Y recuerdo con especial cariño mis clases de música por la tarde, con Marcio, mi profesor de piano.

Acudía dos veces por semana a la academia. Marcio se encargó de que no perdiera el contacto con la música y de que, al mismo tiempo, continuara aprendiendo acordes y partituras nuevas.  Además de impartir clases de piano, los jueves por la noche tocaba en una banda de jazz. La música era su pasión y sabía transmitir su entusiasmo, pues sus clases eran tan divertidas que el aprendizaje era solo la consecuencia. Mientras tocaba el piano, hablábamos de chicas y compartíamos anécdotas. Cuando yo me marchaba de la academia, no solo sabía un poco más sino que me había reído con ganas. Marcio es la personificación del carácter brasileño, que consiste en vivir y disfrutar del momento, dándole importancia a las relaciones humanas como parte fundamental de la vida. 

Pasaron los años en aquel eterno verano y llegó el momento de volver a España, me gustase o no. Regresar supuso una alegría por el encuentro con los viejos amigos, con el idioma de siempre y – por qué no decirlo– por volver a disfrutar de un país más desarrollado, aunque no me agradase perder todo lo que dejé a 10.000 kilómetros. Sin quererlo, noté un cambio radical respecto a aquella forma de vivir tan cercana y simpática. En España incluso los chicos de mi edad se comportan de una forma distante, cosa que no podía comprender. Dirigir la palabra a los mayores del colegio se considera fuera de lugar. Muchos de mis compañeros no entendían cómo osaba a ser amigable con quienes no conocía o con aquellos con los que no compartía el mismo estatus académico. Qué ironía de la vida fue tener que borrar lo aprendido, deshacer parte de lo vivido y volver a la “normalidad” europea.

Brasil llegó a mi vida como un duro golpe porque me obligó a dejar mi realidad, pero acabó convirtiéndose en la mejor de las experiencias. Me enseñó un nuevo enfoque, con el que entendí que hay otras formas de vivir. Un día sales de tu círculo, levantas la vista y percibes otro círculo mayor y más atractivo. Un día cambió mi perspectiva en aquel escenario de eterno verdor.