XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Pies descalzos

Elena Cabello, 16 años 

                  Colegio Zalima (Córdoba)  

Había sido una jornada agotadora para Lucía y se dejó caer con agrado en la cama. Su habitación -poco a poco- fue fundiéndose en negro, sin que ella opusiera ninguna resistencia. Una voz resonó en su cabeza, llamándola, pro-nunciando su nombre en un tono suave y dulce, que le resultaba tremenda-mente familiar.

En sueños, comenzó a caminar, sintiendo las flores del jardín a sus pies. Miró al cielo.

«¿Dónde está la luna?», pensó. «Si no hay luna, ¿por qué hay una luz al fon-do?».

Lucía, temerosa, acarició una pared rugosa con la yema de los dedos. Sintió un ladrillo áspero. Se hizo sangre en el codo, pero no pareció importarle.

Pronto supo de dónde venía la voz. Quien le hablaba era un joven de figura recortada, vestido con un jersey negro y unos pantalones rojos. Al verle la cara, de rasgos norteafricanos, recordó que hacía unas semanas había aparecido en la televisión. Ahora le llamó la atención lo demacrado que estaba. El chico la volvió a llamar de nuevo, cada vez más impaciente.

Lucía comenzó a sentirse impotente. Lo peor era que sus pies parecían de plomo y le costaba caminar. Tenía la extraña sensación de que la gravedad era diferente a la que estaba acostumbrada.

Conforme iba avanzando se dio cuenta de que bajo sus pies las flores habían dejado de desprender olor y el suelo se había convertido en algo áspero y des-agradable, aunque continuaba siendo húmedo. Furiosos siseos llegaban a sus oídos.

Comenzó a sentir un miedo irracional, pues desde pequeña los reptiles le producían desconfianza, en especial las serpientes. Sus ojos brillantes le pro-vocaban escalofríos y sus escamas le revolvían el estómago.

Un fuerte viento acompañado de una luz brillante y cegadora le permitió ver su ropa. Llevaba un vestido largo y de encaje que le caía hasta acariciarle los tobi-llos. Era de un blanco deslumbrante, salvo por una pequeña mancha en el costado. Lo supo sin que nadie se lo dijera: era veneno de serpiente. A sus pies había cientos. Se sintió tonta por no haberse dado cuenta antes. Quiso chillar, pero su cuerpo no reaccionó; su garganta estaba atorada.

El chico pronunció su nombre una vez más. Aquella voz… Ya no susurraba ni era suave, sencilla ni bonita como al principio. Ahora era desagradable, moles-ta y fracturada:

«¿Qué es lo que quieres, niña?», pronunció con un desagradable graznido.

Lucía intentó hablar, pero no le salió ningún sonido. Se le cortó la respiración durante unos segundos, así que se vio obligada a inspirar profundamente pa-ra poner en marcha sus pulmones de nuevo. Abrió la boca y chilló con todas sus fuerzas. Una sola palabra, una única palabra, un grito de auxilio, tres le-tras, dos consonantes y una vocal encerrada en un grito:

«¡Luz!».

El grito encendió su deseo. Todo se iluminó.

Gracias a la luz distinguió el lugar por el que iba andando. A su derecha tenía un mar furioso con olas que rugían al estrellarse. ¡Qué lugar más horrible! A su izquierda había serpientes que silbaban nerviosas, sedientas de sangre.

La voz del chico le llegó de nuevo:

<<¿Y ahora qué?... ¿Te da miedo la luz? ¿Te asusta el mar? Pues sí, mucha-cha. Yo tendría miedo. ¿Y si tropiezas y te caes al agua?>>.

Lucía, casi sin poder respirar, abrió los ojos. Desde hacía un tiempo le asaltaba esa misma pesadilla una y otra vez. Pensó en el chico de su sueño: le había visto hacía unos días en la televisión, bajando al puerto desde una patera. Desde que vio las imágenes de los inmigrantes ahogados, sus noches se ha-bían plagado de angustias. Por eso agradeció saberse segura en su habita-ción, rodeada de sus cosas, en casa. Otros no tenían tanta suerte.