XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Por nuestro futuro

Andrés Arteaga, 16 años

                  Colegio Tabladilla (Sevilla)  

A medida que voy creciendo, me doy cuenta de que la vida no pasa sin más. Hasta ahora, los cursos escolares se iban sucediendo: septiembre, Navidad, invierno, primavera, vacaciones de verano… sin que tuviera muy claro hacia dónde me dirigía. Con el comienzo del bachillerato, sin embargo, atisbo la llegada a la Universidad, lo que supone, entre otras cosas, la elección de unos estudios que pueden determinar el resto de mi vida profesional.

Este futuro suele ser tema habitual de conversación entre mis compañeros. No es que siempre estemos hablando de lo mismo, por supuesto, pero crecer obliga a interesarse por nuevas y diversas cuestiones (la actualidad, la política… sin olvidar el deporte y, como decía, los retos que nos depara el final del colegio).

Nos hacemos adultos y con ello aspiramos a mayores metas, objetivos diferentes a los que estábamos acostumbrados. Por consiguiente, nuestros propósitos empiezan a dejar de ser cuestiones banales.

Cuando éramos pequeños y nos preguntaban qué querríamos ser de mayores, dábamos todo tipo de respuestas disparatadas: astronauta, policía, futbolista, veterinario (o “cuidador de animales”, como lo llamábamos entonces), estrella del rock… Parecíamos tener claro cuál iba a ser nuestro destino, aunque no por ello investigamos cómo entrar en la NASA, o nos aprendimos las características biológicas de cada especie. Ahora hemos cambiado de opinión en cuanto al trabajo que elegiríamos. Además, dirigimos nuestro esfuerzo hacia esa profesión. Y tenemos más claro aquello de que «el que algo quiere, algo le cuesta».

Aun así, a los adolescentes se nos presentan obstáculos que nos desmoralizan y se llevan parte de nuestra motivación, pequeños baches que nos dejan un poco desorientados, como si de repente hubiésemos perdido el juicio racional, la capacidad de controlar nuestras emociones y la falta de sosiego para analizar todo lo bueno que llevamos dentro.

Un buen ejemplo es un examen cuando está suspenso o corregido con una mala nota. Ese tipo de tropiezos nos llevan a pensar que todo está perdido o que el curso se volvió realmente difícil. Pero lo importante no es triunfar siempre -ya que equivocarse es común en la naturaleza humana- sino valorar qué hemos aprendido de nuestros fallos. En el caso del examen, si necesitábamos haberlo preparado mejor o si habíamos perdido el ritmo en el estudio.

Los adolescentes necesitamos el apoyo de personas de confianza que nos hagan reflexionar, que sepan animarnos cuando nuestra seguridad decaiga y nos ayuden a poner los pies en la tierra si comenzamos a divagar.