XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Prisión de cristal

Eduardo Sanz Campoy, 16 años

                 Colegio Mulhacén (Granada)  

Su mano apretaba la botella; se había vuelto a quedar dormido en el bar. Apestaba a licor barato.

Le despertó el tronar de los gritos del tabernero, que le exigía el pago de la cuenta. De mala gana y sin apenas poder coordinar sus movimientos, sacó el dinero. Se levantó con dificultad, intentando mantener su ya escasa dignidad ante el resto de los clientes.

El aire de la calle le cortaba la cara y se le pegaba al cuerpo como una camisa estrecha, acrecentando aún más su dolor de cabeza. Hacía meses que había perdido su empleo y su familia subsistía con el sueldo de su mujer, que apenas daba para los dos, pero, no obstante, también tenía que alimentar a su hijo. Sólo Dios sabía qué sería de ellos. Desde luego, su afición por la botella no ayudaba a que las cosas mejoraran.

Al llegar a su casa, tras una decena de intentos de meter la llave, su mujer abrió la puerta. Ella le miró preocupada, pero no encontró respuestas, solo el golpe de su marido al desplomarse en el sofá.

Lo miró con tristeza: llevaba una barba de tres días y sus ojeras eran dos pozos en un mar de arrugas. La piel se le había tornado de un blanco amarillento y una peste a alcohol impregnaba todo su cuerpo. Con cariño le acarició la cara, e intentó levantarle del sofá. Él se negó, dándole un manotazo. Dándose por vencida, se fue a su cuarto, no sin antes dejar la luz encendida a modo de castigo.

Harto del resplandor, subió las escaleras como buenamente pudo. Mientras tanto pensaba en su hijo, que se había despertado con el estrépito y acababa de salir al rellano.

-Llegas tarde del trabajo –le dijo al tomarle por los dedos de la mano.

El frío recorrió el espinazo del padre, que apenas conteniendo las lágrimas besó la frente del pequeño.

Antes de acostarse se enjuagó la cara. Sin mirarse en el espejo, colgó la chaqueta. Camino de la cama, se detuvo y pensó en las palabras que le había dirigido el niño.

Había llegado el momento de romper su prisión de cristal.