VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

¿Quieres jugar conmigo?

Marta Rojo Cervera, 16 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

Raquel se apoyó en la barandilla de la terraza y miró. A su alrededor se extendían unas veinte casitas blancas que abrazaban una piscina que -al ser una mañana de sábado- estaba llena de niños con sus correspondientes familias.

Reconocía que el lugar era precioso. Desde luego, sus padres parecían haber acertado de pleno. Y es que siempre había sido el sueño de ellos: tener “una casita de verano”, un apartamento en la playa donde pasar las vacaciones. Pero abandonaron la idea a medida que Raquel crecía. Hasta que un día se fueron de excursión a un pueblecito de la costa, a una hora en coche desde Valencia, cuando el padre de Raquel frenó delante de una verja. Allí estaba lo que siempre habían deseado. Dos meses después, compraron uno de los apartamentos de la urbanización por un precio razonable.

Allí estaba Raquel, a lo suyo en la terraza mientras sus padres transportaban cajas de cartón cargadas de ropa, libros y todo tipo de objetos de decoración.

-Cuidado, hija, no te vayas a herniar –masculló su padre, tan rojo que parecía que fuera a explotar.

Pero Raquel sonrió y salió al jardín. No pensaba ayudarles porque hubiera preferido quedarse en la ciudad, donde a esas horas sus amigos estarían de compras, en el cine o en alguna casa. Ella, sin embargo, se encontraba allí contra su voluntad. Suspiró. Era hora de conocer a los vecinos.

Dio una vuelta por el jardín, asomándose a las puertas abiertas de algunas casas. Saludó a varios vecinos, algo mayores, y se cruzó con una niña de unos ocho años. Iba despeinada, con un vestido desgastado y parecía triste.

-Hola, ¿quieres jugar conmigo? –preguntó la pequeña con un hilo de voz.

Raquel se dio cuenta de que una pareja de ancianos que tomaban el sol miraban a la niña con reprobación. <<Será un poco pesada con todo el mundo”, supuso. Así que, por toda respuesta, negó con la cabeza y le indicó que se metiera en el agua con sus amigos.

Después de comer, Raquel se sentó a esperar que le telefoneara cualquiera de sus amigos de la ciudad. Pero lo que escuchó fue un ruido en el balcón.

-No os mováis, ya voy yo –se ofreció Raquel ante la curiosidad de sus padres.

Nada más abrir la puerta, se encontró una pelota en el terrazo. La recogió y miró hacia abajo para encontrarse con la niña de hacía unas horas, que la observaba suplicante.

-¿Cómo te llamas? –le preguntó con su vocecilla

De nuevo fue consciente de que las escrutaban nerviosos. Una chica de la edad de Raquel, se levantó de su tumbona y se unió a ellas.

-Teresa, cariño –dijo en tono meloso–, ¿es que no habíamos quedado en que tienes que jugar con los niños de tu edad? Fíjate en esa pandilla. -Abarcó con la mano a un grupo que saltaba a la comba–. ¿Por qué no te vas con ellos?

Se alejó, alicaída, mientras las dos chicas se presentaban. Mónica, que así se llamaba su vecina, dio la bienvenida a Raquel.

-Gracias –le contestó–. ¿Por qué esa niña no tiene amigos?

-Es que sus padres no le hacen caso y ella quiere llamar su atención. Por eso, cuando ve a alguien mayor que ella, quiere jugar. Es rara... No sé. –Se encogió de hombros.

Más tarde, Raquel se aburría en su cuarto como una ostra. Mónica hacía rato que había salido con otros muchachos de la urbanización. En el momento que Raquel se levantaba para encender la tele, oyó voces y se asomó al balcón.

Era una pareja joven que, a diferencia de los demás, hablaba muy alto. Raquel aguzó el oído y los oyó discutir. No pudo comprender el motivo, pero se decían cosas horribles. Tras ellos, Teresa estiró la falda de su madre para decirle algo.

-¿Qué quieres tú ahora? -le gritó enfurruñada-. ¿Es que no ves que estoy hablando con papá? Vete a casa, que ahora volvemos.

Raquel dudó. Le pareció que volvía la calma y que el resto de los vecinos no querían saber nada de aquella trifulca doméstica.

Al ver que la niña llorarba en medio del jardín vacío, le decidió a bajar las escaleras, dirigirse a ella y tomarle de la mano.

-Hola, guapa –dijo, haciendo como que no veía sus lágrimas-. ¿Quieres que juguemos un rato?

Cuando, horas más tarde, contestó a la llamada de su móvil, una risa infantil a la que se sumó la suya, apenas le permitió escuchar la voz de uno de sus amigos de la ciudad.