VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Recuerdo imborrable

Blanca Brutau, 16 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

Recuerdo cada instante de aquel mes de mayo. Hacía frío en mi ciudad colombiana y tenía la mente confusa ante tantos cambios. Consuelo, mi madre de acogida, me decía que iban a venir mis nuevos papás con su hija desde muy lejos y que me iban a llevar con ellos para que así, decía, tuviera una familia.

Cuando llegó el día, los nervios empezaron a apoderarse de mí. Aquellos desconocidos me esperaban en un hotel en el centro, pero no debía preocuparse porque mi hermano Juan estaba a mi lado. Pero a él no parecía importarle nada de lo que iba a suceder, quizás porqué era demasiado pequeño, pero mis ojos de niña de cuatro años veían a esos extranjeros como a unos ladrones de mi felicidad.

Consuelo me acompañó a la habitación. Al encontrarse con los ocupantes, se emocionó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Me asusté, pues nunca la había visto llorar. Sin embargo, Juan enseguida se puso a jugar con la niña y el padre. Yo, distante, los miraba con desaprobación. ¡Aquellos que estaban ante mí no podrían hacerme feliz!

La mujer hablaba con Consuelo sobre temas que yo no entendía.

Así pasó media hora hasta que, la que había sido mi madre hasta ese momento, se fue sin ni siquiera un beso de despedida. Eso fue excesivo para mis nervios. Al comprobar que cerraba la puerta de la habitación, estallé en un llanto. A medida que lloraba, me daba cuenta de que estaba entristeciendo los rostros de aquellos que llevaban tanto tiempo esperándome. Pero no podía comprender cómo Consuelo, mi madre durante los últimos dos años, me podía abandonar de esa manera.

Cuando me tranquilicé, pude darme cuenta de que aquella mujer hacia la que había mostrado tanta antipatía, me había comprado ropa nueva y me invitaba a tomar un helado con su familia.

Me costó mucho comprender que me querían como si llevaran toda la vida a mi lado. Me miraban con un cariño que nunca antes había experimentado. En los ojos del padre se reflejaba bondad; en los de la hija, alegría.

Han pasado los mejores diez años de mi vida.