XI Edición
Curso 2014 - 2015
Recuerdos sobre el mantel
Marcelo Álvarez Garza, 15 años
Colegio Liceo del Valle A.C. (Guadalajara, México)
A pesar de que el día era cálido no había sudor en la frente de Fernando, que caminaba por el parque con un sombrero de paja y una cesta con su almuerzo. Al ser domingo, el lugar estaba de lo más concurrido: familias que aprovechaban las sombras de los árboles, niños que jugaban en la hierba, bicicletas, perros, cometas… Y los vítores cada vez que alguno de los equipos de barrio metía un gol en la cancha.
Fernando buscó la tranquilidad de uno de los extremos del parque. La hierba estaba mullida y recién cortada. Sobre ella extendió el mantel, sobre el que empezó a vaciar el canasto. Sacó también un frasco que contenía una pluma de pavo real y una pistola, que dejó escondida debajo de una servilleta.
El hombre acomodó todo como si fuera un almuerzo para dos y empezó a comer. Primero las manzanas, la fruta favorita de la mujer a la que amaba. Después, un sándwich, con el mismo relleno que ella ponía las tardes familiares que ya no existían. Masticó despacio, recordando los sábados y la sonrisa de Sofía. Entre mordida y mordida, dió sorbos a un refresco.
Se terminó el emparedado y le llegó turno al postre, pero no quería acabar el almuerzo. Se volvió para ver la pluma de pavo real, suspiró y tomó los pastelillos de chocolate: uno para él, otro para ella. Poco a poco saboreó el pastelillo, el postre preferido de Sofía y el que tomaron el último cumpleaños que festejaron juntos. Aún podía recordar sus besos espolvoreados con aquel dulce aroma. De nuevo, recordó el día en que su vida cambió por completo.
Ella le había dado la pluma la misma tarde en la que se fue. Venía del parque cuando la atropellaron. Era casi de noche, pero eso no justificaba la sangre sobre el capó. El cobarde conductor huyó asustado y nadie nunca supo su identidad.
Al dar el último mordisco rompió en llanto. Algunos fantasmas son difíciles de abandonar, pero al levantar la vista para contemplar de nuevo la pluma, supo que la tenía que dejar ir. Debía de asesinar al responsable de su dolor y el de la muerte de su hija Sofía. La carga de sus hombros, la mirada ausente de su esposa en las noches… requerían de su venganza. ¿Sería capaz de jalar el gatillo?
Sacó una nota de su bolsillo y la arrugó en su mano. Con la otra sostuvo la pistola.
Apuntó. Pero no disparó. A Sofía eso no le agradaría. Ella lo perdonaría.
Lentamente, bajó la pistola que apuntaba a su cabeza. Dejó caer la nota al pasto, y se marchó. Solitaria, la nota decía:
“Aquí yace el borracho que asesinó a su propia hija”.