IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Relámpagos de sangre

Alberto Frías, 16 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Me juré que no volvería hacerlo, pero el deber es el deber. No había más opciones. Era cuestión de vida a muerte: era morir o matar. No digo que esté orgulloso de lo que hice, pero si sigo vivo todavía es por la opción que elegí.

Quizá sea algo desagradable, pero no recordaba ya las sensaciones que transmitía. Mi primera vez, estaba en Francia en la segunda década de este siglo tan violento; la Primera Guerra Mundial estaba a punto de terminar. Y allí estaba yo, que acababa de cumplir los dieciséis años. La batalla de Verdún -así la llaman aquellos que se dedican a estudiar como nos matábamos- fue una masacre. Recuerdo pocas cosas de aquella refriega: el “¡No pasarán!” de nuestro comandante, Robert Nivelle. Los alemanes se acercaban a nuestras trincheras de primera línea. Todavía escucho en mis pesadillas sus maldiciones y juramentos, sus alaridos de dolor al ser atravesados por el plomo, la sirena desde atrás dando órdenes.

Mi primera vez fue allí. Levanté la cabeza unos pocos centímetros por encima del muro. “Este es mi final”, pensé. Apunté sin mucha precisión y apreté el gatillo. Vi caer su cuerpo, con la cara ensangrentada, encima del alambre de espino. Vomité. Solté mis armas, tuve la extraña sensación de que eran demasiado pesadas para mí. Caí de rodillas, me arrastré sin fuerzas hasta una esquina de la trinchera y lloré desconsoladamente. En mi imaginación intentaba borrar la sangre de la cara del soldado con mis lágrimas. No sé cuánto tiempo estuve en aquella esquina, llorando. En mi memoria hay lagunas: el subconsciente intenta bloquear esos recuerdos.

Ahora estamos en Berlín, falta poco para terminar la guerra, eso dicen los que saben. Se nota en cualquier lugar al que se dirige la mirada: paredes sin pared, edificios durmiendo en el suelo, vehículos herrumbrosos, casquillos y cristales por el suelo, barro sangriento, cráteres. Es la parafernalia que acompañan siempre a cualquier guerra. La prensa inglesa afirma que los nacionalsocialistas no quieren rendir la bandera. Según parece, prefieren morir por algo que ya no existe. No lo entiendo. Menos suerte corrió mi patria, que lleva cinco años invadida.

Se oye una explosión cercana, seguida de gritos y maldiciones en inglés. No sobrevivirá mucho si sigue haciendo tanto ruido. Esa es la primera lección que se aprende aquí. Seguimos avanzando, da pena todo lo que se ve. ¿Por qué existen las guerras? ¿Por qué somos tan egoístas? Siempre he pensado en qué pasaría si esto no hubiera empezado.

Hemos llegado a la esquina. Escuchamos un llanto infantil. Estremece nuestro espíritu y hace que un escalofrío nos recorra la espalda. El encargado saca el periscopio por detrás de la esquina con solo una señal del sargento, como en un acto instintivo. Dice que hay una niña tumbada en medio de la calle, llorando. Tras otra señal del sargento sale corriendo en esa dirección. Era una trampa. Oímos el disparo. Nos dimos cuenta demasiado tarde. Ahora ese hombre yace en el suelo. Era amigo mío. Bueno, la verdad es que desde que combatí la primera vez no intimo demasiado con la gente. Tengo miedo a verlos morir. Se llamaba Carl y era una buena persona.

Till se asoma lo suficiente para sacar el cañón y la mira de su rifle. Dispara. Lo ha abatido. Se oyen los cristales rotos al atravesar el cuerpo la ventana en cuyo alfeizar estaba apoyado. Dispara otra vez. No quiere matarlo, pues ya esta muerto. Lo único que desea es librarse de todo el odio que lleva dentro. Alcanzo a ver los reflejos acuosos de una lágrima que corre por sus mejillas.

Nos movemos otra vez. Recorremos la calle hacia arriba. No le dirigimos ni una sola mirada a la niña, como si ella tuviera la culpa de la muerte de nuestro compañero. Llegamos a la posición marcada en el mapa que nos entregaron al principio de la misión. El brillo de un cristal, el único que se mantiene en el marco, me muestra la imagen de mi rostro. ¡Cuánto he cambiado!. Cuando empecé este “heroico” oficio, mi cara estaba marcada por la pubertad, mis ojos invitaban a la diversión, en mi rostro empezaban a aparecer los primeros vellos. Veintinueve años más tarde no queda nada de esa felicidad, que murió aplastada por el peso de la guerra.

Empiezan a aparecer las escuadras que debían reunirse con nosotros aquí. Adivino algo familiar: ellos también vestirán de luto dentro unos cuantos días, cuando esto acabe. Estamos reunidos algo menos de la mitad de los que salimos. Los que sobrevivimos somos unos privilegiados. Se destapa la falsedad de la ley de la naturaleza: no sobreviven solo los fuertes. Una bala en la cabeza y muere hasta Goliat. Debe de haber alguien allí arriba, controlándolo todo.

Alzo la mirada al cielo. Unas nubes negras se aproximan a nosotros. Esto parece una ciudad de pesadilla. Nunca olvidaré este lugar, esta fecha. En mi corazón ha quedado inscrita con letras de fuego, como si de algo maldito se tratara. Algún día nuestros caminos se volverán a cruzar.

Berlín, veintitrés de abril de 1945.