XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Rosa y Felipe

Ana Badía, 17 años

                  Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)  

Removía el café lentamente, para disolver el azúcar. Le gustaba tomarlo de madrugada, antes de que saliese el sol: en la oscuridad, donde nadie pudiese verla y donde ella no viese nada. Bebió un poco; demasiado dulce.

Escuchó unos golpes, dejó la taza en la encimera y corrió al vestíbulo para abrir la puerta. Antes de girar el pomo, miró el reloj: las seis y media. Estaba claro; era Felipe, que llegaba a su hora habitual. Suspiró y quitó el pestillo. Se quedaron frente a frente, mirándose con temor. Los dos tenían miedo. Rosa, con el corazón a cien pulsaciones, se apartó del recibidor y le invitó a pasar. No quería repetir la misma pelea de cada mañana, en la que siempre salía perdiendo. A Felipe, por el contrario, le daba igual tener o no la discusión, pues era el vencedor. Pasó por delante de ella, evitando su mirada, y se dirigió al cuarto, donde se tumbó en la cama sin quitarse la ropa. Dejó que el sueño le invadiese, hasta consumirle.

Rosa se echó a llorar, presa del pánico, sin saber de quién era la culpa de aquella situación. No tenía medios para afrontarla, se sentía asustada ante la vida y agobiada por su hijo.

A las dos de la tarde Felipe se despertó. Se miró la ropa sucia y pensó en Rosa. Por el silencio que reinaba en la casa, debía de haber salido. Meditó sobre la noche anterior y se preguntó si no había sido un mal sueño. Pero no; nunca lo era: era real que salía por la tarde sobrio, para volver más tarde aún, completamente ebrio. Y también era verdad que lo había convertido en costumbre, sin importarle nada ni nadie. Ahora era él el que lloraba.

Oyó cómo alguien abría la puerta del apartamento con cuidado. Segundos después unos pasos delicados pasaron por delante de su puerta sin hacer ruido. Era Rosa. «¿Qué había hecho ella para merecer semejante dolor?», pensó. «¿Y qué había hecho él para merecerla a ella?».

«No es justo», caviló de nuevo. Era la conclusión de todos los días. Pero qué más le daba, si esa noche iba a ser igual que la anterior e igual que la siguiente…

Intentó recordar si la pasada madrugada se había metido en algún lío. Aunque no consiguió recordarlo, estaba seguro de que sí.

El timbre del portal lo trajo de vuelta a la realidad. Su madre abrió la puerta y la voz grave de un hombre resonó por toda la estancia.

—Buenas tardes, señora. Rosa García, ¿verdad? Soy miembro de la asociación «Alcohólicos Anónimos». Supongo que me ha citado para hablar de su marido.

—No –le corrigió—. Es sobre mi hijo. Adelante.

Felipe se incorporó en la cama, asustado. Llamaron a su puerta y entró el hombre, que le invitó a irse con él. Decidió no poner resistencia, porque sabía que acabaría perdiendo.

Al pasar por el vestíbulo su mirada se topó con la de su madre. ¡Cuánto tiempo llevaba sin mirarle a los ojos! Tuvo la sensación de que habían perdido su color marrón intenso. Estaban hinchados, enrojecidos, como empapados de dolor. Expresaban decepción y miedo. Pero a su vez, seguían llenos de amor. Parecían decirle: «Te espero de vuelta».

Los dos hombres salieron y Rosa se quedó sola. Ahora lloraba, pero de alegría. Se hizo un café y le echó dos cucharadas de azúcar. Por primera vez en mucho tiempo, lo bebió a la luz y sintió que estaba delicioso.