XI Edición
Curso 2014 - 2015
Segador
Eduardo Sanz Campoy, 16 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Los restos del coche humeaban aplastados contra la pared, mientras una silueta envuelta en una túnica negra se dirigía hacia el piloto.
-¿Quién eres?
-La Muerte.
-Esto debe de ser un error.
-A ser sincera, no te esperábamos tan pronto. Pero es lo que tienen estas cosas.
-Pero yo no debería estar aquí.
-Mira, estos asuntos son cosas del Jefe. Si quieres, en un rato vas a verle con tu queja. Yo soy una mandada –le explicó con tono cansino-. Ahora sígueme; arriba te están esperando.
-Entendido -dijo resignado mientras echaban a andar.
Caminaron hasta toparse con un muro. Herencia de sus días en la tierra, el hombre se detuvo en seco y miró confuso a su acompañante:
-Tranquilo… ¿Qué crees que te puede pasar?... ¿Volverte a morir? -exhaló una especie de carcajada.
Temeroso, atravesó la pared, completamente fascinado por esa nueva cualidad.
Pasado un rato intentó entablar conversación con su acompañante.
-¿Trabajas mucho? Seguro que tú no notas la crisis –le dijo entre risas.
-Te reconozco que cada vez me dais más trabajo –se explicó-. Huis de mí de todas las maneras posibles. Pero, al final, ¿quién recoge vuestra alma?... ¿El vecino?... ¡Ya podríais ser más agradecidos!
Entre aquella relajada charla llegaron hasta la imponente figura de un corcel blanco.
Un escalofrío recorrió el cuerpo del hombre.
-¿Qué es eso? –titubeó.
-Mi caballo, ¿es bonito verdad? Es mi vehículo de empresa.
Aterrorizado, echó a correr. A voces pedía ayuda a los peatones mientras la Muerte, imitando uno de aquellos pegadizos gestos humanos, se llevó la mano a la parte lateral de la cabeza y llamó a un grupo de ángeles.
En apenas unos segundos, unas figuras aladas descendieron y elevaron al histérico alborotador.
La Muerte tachó un nombre en su interminable lista, antes de volver a su trabajo.