IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Segunda opinión

Núria Martínez Labuiga, 15 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

Soy de madera y me surcan gordos clavos de hierro. Antes era de color azul marino, pero el ayuntamiento dispuso cambiar el color de todos los bancos al blanco, un blanco purísimo y brillante. Resido en este parque desde hace más de diez años. Desde entonces he vivido innumerables experiencias. Muchas noches he sostenido a pobres hombres sin casa; sobre mí se han sentado madres con bebés en sus brazos y también enamorados que, después, han marcado a cuchillo en mi madera sus nombres. Pero la más extraña de mis experiencias sucedió hace una semana: Una mujer de mediana edad se sentó sobre mí con un libro grueso en la mano. Abrió su bolso, sacó un bolígrafo y, sin pensarlo dos veces, comenzó a escribir en la primera página. Horrorizado, solo pensaba en gritarle que no siguiera escribiendo, que escribir en un libro es como ensuciar un cuadro de Murillo, pero mi incapacidad para hablar me obligó a calmarme, impotente. Cuando la mujer terminó semejante malicia, dejó el libro sobre mí y se fue. Al pensar lo que había hecho con el libro, deseé que cuando fuera a sentarse en algún otro banco una astilla le hiriera, aunque sólo fuera superficialmente. Pasé las horas observando aquel libro cerrado. Me asustaban los niños que vendrían a jugar al parque al salir del colegio, ¡podrían destrozarlo!. Entonces fue cuando un hombre se sentó a descansar y se percató de él. Lo abrió y susurró las palabras que aquella mujer había escrito en la primera página: “Este libro forma parte de una cadena. Cada persona que lo lea debe escribir tan solo su nombre y aquello que le ha aportado para, más tarde, abandonarlo en un banco como en el que ahora acabas de recogerlo. Así ha de ir, de mano en mano. Es importante cuidar muy bien el libro, para que muchos tengan la oportunidad de enriquecerse con su contenido. María Gómez, Valencia. Su lectura me ha dejado un poso de cariño”.

Cuando terminó de leer aquellas palabras, el hombre se levantó sonriendo con el libro en la mano. Un rato después, arrepentido de mis malos deseos, deseé que María Gómez sintiera la blandura de los pétalos de rosa cada vez que sentara en un banco. Y le di las gracias mentalmente por haberme enseñado que en este mundo de discordias, juzgar antes de tiempo es como dejar crecer una polilla en tu madera.