IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Segundas oportunidades

Beatriz Fdez Moya, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

En febrero de 1993 desaparecí por espacio de siete días y siete noches. Policía, familiares y amigos se lanzaron a la búsqueda de aquella fugitiva que comenzaron a dar por muerta. Días más tarde un agente de paisano creyó reconocerme entre la multitud. Vagaba por la estación de Santa Justa sin destino aparente. Se acercó y me preguntó si me llamaba Carla Ruiz. Asentí sin decir nada. Ante mi sorpresa no me colocó unas esposas sino que nos sentamos en un café de la estación. Sin preguntarme nada, pidió un refresco para mí y una cerveza para él. Los tomamos tranquilamente, sin mediar palabra. Al terminar me dijo que había un montón de gente esperando para hacerme muchas preguntas para las que me convendría tener buenas respuestas. Asentí de nuevo. Clavó sus pupilas en las mías, estudiándome. “A veces contar la verdad no es la mejor opción”, dijo. Me dio dinero para un taxi y me deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. “Solo desaparece la gente que tiene adonde ir”, me contestó antes de acompañarme a la calle. Allí se despidió de mí sin preguntarme dónde había estado o qué había hecho. Tomé un taxi hasta mi casa. Supuse que me esperaría el pelotón de fusilamiento. Y no me faltó razón.

Durante una semana mi padre y la policía me presionaron para que revelase mi secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que quería oír. Al paso de las semanas, mi fuga se convirtió en agua pasada y el tiempo curó las heridas. O eso me figuraba yo. Quince años más tarde las memorias de aquella semana han vuelto a mí. Me he visto durmiendo sobre el banco de la estación. El recuerdo de aquellos meses, lo peores de mi vida, se ha abierto de nuevo como una herida fresca. Aquel policía me salvó la vida, aunque quizás nunca fuera consciente de ello. Todos tenemos un secreto que nadie conoce, escondido en lo más profundo del alma; este es el mío.

Por aquellas fechas yo era una adolescente enamorada del tipo que menos me convenía, Marcos, un amigo de mi hermano mucho mayor que yo que vendía drogas en los institutos. Un pieza que siempre estaba por mi casa. Aunque nunca me prestó la menor atención, yo me sentía desdichada: para él tan sólo era la hermana pequeña de su mejor amigo y colaborador. Pero la vida siempre da oportunidades y llegó mi momento. Mi hermano estaba a pocos meses de terminar el bachillerato y necesitaban un nuevo socio, de confianza, que introdujera la droga en mi instituto. Me sentí muy orgullosa cuando me eligieron para semejante tarea.

El asunto no parecía complicado. Me tenía que encargar de repartir la droga entre los destinatarios que previamente habrían establecido contacto con Marcos y pagado por adelantado. A ojos de mis compañeros de clase seguiría siendo la empollona con carita de no haber roto nunca un plato. Hice un doble fondo para mi mochila.

Es curioso cómo tener unas bolsas con droga en el bolsillo te hace sentir la dueña del mundo. Me creía que lo sabía todo y que nunca podrían descubrirme. Ante Marcos comencé a ser algo más y hubo un tiempo en el que nos hicimos novios. Ahora me lleno de tristeza al darme cuenta de que mis únicas aspiraciones eran agradar a una persona que ni siquiera me valoraba por lo que era sino porque le era útil.

Pero el tiempo puso a cada uno en su lugar. Faltaba poco para que yo terminara el Bachillerato. Lo había cursado tan sólo porque era necesario que me quedara en el instituto, pues no habían encontrado a nadie de confianza que pudiera sustituirme. Al ver que nuestro principal foco de riqueza iba a agotarse, ideamos un plan, nuestro golpe maestro: estafaríamos a todos nuestros clientes y nos daríamos a la fuga. Teníamos fe en que saldríamos adelante. Como el pago se realizaba previo a la entrega, nos marcharíamos antes de que ésta se realizara. Pero nos salió mal. Alguien dio el chivatazo y cogieron a Marcos cuando estaba recibiendo los pagos y el grupo se dispersó. Intentamos escapar, pero el dinero lo tenía Marcos. Ahora me doy cuenta de que pretendía estafarnos también a nosotros y largarse con toda la pasta.

Viví en la estación de Santa Justa durante una semana. Un buen día un policía decidió que valía la pena salvar mi vida y me envió a mi casa en vez de al calabozo. Y le estaré eternamente agradecida. La vida da pocas oportunidades y yo decidí aprovechar la que me brindaba. Maduré. Me di cuenta de que la vida sólo se vive una vez, que no se puede malgastar.