XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
Sí existe
Claudia López de la Fuente, 14 años
Colegio Montesclaros (Madrid)
La escuela primaria es una laguna de cosas que recuerdo y que mi cerebro prefiere olvidar. Son sensaciones de dolor constante, de incomodidad. Pero, al fin y al cabo, esas tardes de lloros ya terminaron. Pero a menudo me pregunto qué provocó mis peores inseguridades. Es cierto que opto por olvidar, argumentando que, al fin y al cabo, aquel dolor se quedó en el pasado, y el pasado no existe. ¿O sí?...
Me costó entender qué me ocurría. Ahora entiendo que, de niño, no es bueno que te escondan las cosas. Sé que no hay que callar cuando te insultan, te gritan o te tiran objetos, porque no es admisible que se rían de todo lo que haces ni que te observen con desprecio. Pero a mí me decían que no me preocupara, que eran cosas de niños.
Durante un tiempo lo creí. Pensé que yo era la única culpable y me encerraba en mis escritos, para ocultarme. Callaba, aguantaba. A pesar de eso, mi ira nunca cesó, y cada vez que sobrepasaba mis límites me convertía en otra persona. Si pudiese, abrazaría a esa niña de nueve años que temblaba al llegar al colegio.
Tardé un tiempo en captar sus estrategias, pues los patrones de mis agresores nunca se repetían. Cada día traían una burla nueva, y un desafío para mí. Aprendí a no caminar sola, a conocer los horarios y posiciones de los profesores durante los recreos, a esconderme. Esto último, a veces, no lo conseguía.
Se me rompía el corazón cada vez que aquellas fieras encontraban uno de mis escritos para romperlo y tirarlo, como si fuera confeti, ante mis ojos. Entonces yo salía corriendo, comiéndome las lágrimas cuando aquellos alumnos soltaban sus insultos y se reían de mí. Me habían nombrado “la loca del cuaderno”. Sus desprecios nunca cesaron y nadie puso remedio para que se acabaran. Dejé de escribir, de reír, de hacer todo lo que me gustaba. Dejé de vivir.
Pero me hice una promesa: no volvería a pasar.
He visto niños de ocho años con ataques de ansiedad y conozco adolescentes que se autolesionan. Son las consecuencias de la cobardía que esconde la infancia, y que solo se detendrá si, de una vez por todas, decidimos vigilar, escuchar y ayudar a quienes la padecen. Cuando te agredan en un recreo o te amenazan, no son cosas de niños. La terrible inseguridad con la que vivía todos los días lectivos tiene un hombre repugnante: acoso.
No puedo evitar recordar esa etapa tan dura, sobre todo cuando un amigo me dice que está sufriendo “ciertos problemas” en el colegio. Cuando me descubre que se siente mal, pero que ya pasará. Se resigna a pensar que, al fin y al cabo, ese dolor no le influirá en el futuro, como si el futuro no existe.