XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

Si la guerra llama 

Álvaro Martín de los Ríos, 14 años

Colegio El Prado

Julián estaba a punto de cerrar el macuto cuando su hija Cristina se asomó por la puerta del dormitorio. Llevaba el vestido azul que le regaló su madre, del mismo tono de sus ojos. Cruzaron una mirada, suficiente para que la chica se enterara de la situación: la OTAN había vuelto a convocarlo en Ucrania. 

 –¿Ya lo tienes todo? –le preguntó Cristina con dulzura.

Le respondió con una sonrisa, conmovido con lo mucho que se parecía a su esposa. Su relación se había estrechado aún más desde que Julián perdió a su mujer. Por eso le dolía tener que ausentarse en aquellas circunstancias, pero era soldado y no tenía elección. 

–Ven, mi niña.

La abrazó, apretando su cabeza contra su pecho.

–Tengo un regalo para ti.

–Pero si mi cumpleaños es mañana –objetó Cristina.

–Sabes que no podré estar.

Le entregó un collar de diamantes de corte redondo, el mismo que su madre había llevado el día de su boda. La muchacha, que iba a cumplir dieciséis, lo tomó agradecida, lo contempló y, con los ojos encendidos de emoción, se fue a la cama.

Julián se despertó temprano. Antes de marcharse, entró en la habitación de Cristina y le dio un beso en la frente. Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido y se encaminó hacia el coche. Una vez en la base, le esperaba un largo viaje en avión hasta Genichesk, una ciudad a la que aún no habían llegado los proyectiles rusos. A la mañana del día siguiente, estaba previsto que partiera en un buque hasta Berdiansk, donde se instalaría con su tropa.

Cuando llegó a Genichesk se reencontró con sus compañeros del ejército. Al igual que él, habían tenido que dejar a sus familias. Cenaron todos juntos bajo el pesado silencio de quién va a enfrentarse a una situación desagradable. Una vez terminada la cena Julián se marchó a su tienda y se quedó dormido en cuanto se metió en el saco. 

Se despertó por culpa de unos rayos anaranjados que se colaron por la cremallera de la pequeña tienda. Se puso su uniforme y se dirigió con toda la tropa hacia el buque que les estaba esperando en el puerto. Su pensamiento estaba con Cristina. En cuanto todo el mundo estuvo dentro del buque, zarparon con destino a Berdiansk.

Julián se acomodó en un asiento y se quedó dormido. Unos gritos le hicieron espabilar. Miró por la claraboya y, para su sorpresa, vio que estaban a punto de atracar en el puerto de Berdiansk. Había sido una bonita ciudad, envuelta en un color grisáceo por culpa de los bombardeos. Los gritos que habían interrumpido su sueño provenían del comandante. 

—¡Los rusos nos han pillado por sorpresa! —le informó un compañero con un tono angustiado en la voz.

Se puso en pie y, justo en ese momento, un misil golpeó la nave, destrozándola en mil pedazos. Julián salió despedido por los aires y cayó en el agua con un golpe seco. Tenía un corte en la pierna y en el brazo. No podía nadar. Magullado y desorientado, supo que iba a morir.

Alargó el brazo mientras se hundía en aquel oscuro y frío mar, en busca de un rayo de luz que se colaba entre la humareda. Era del mismo color que el cabello de Cristina.