XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Siete minutos

Beatriz Jiménez de Santiago, 16 años

                 Colegio Senara (Madrid)  

-No te muevas.

-¿Es...? –interrumpió la pregunta después de imaginarse la respuesta.

-Sí -inclinó la cabeza para ocultar su expresión.

Se hizo el silencio.

En esos momentos David debería haber aportado pensamientos positivos para buscar una solución; pero no la había. El mundo se le echó encima y no pudo con él. Demasiada presión, demasiado miedo. Deseaba no tener que admitir delante de su amigo lo inevitable.

-David, dile a Elena que la quiero. También al pequeño Jorge. Cuida de ellos.

-Vas a salir de ésta, compañero. Y se lo dirás tú mismo cuando regreses a casa. Hemos estado en peores situaciones, ¿recuerdas?

-Esto es diferente. Sabes, como yo, que si levanto la pierna, la bomba estallará.

Aquella mañana habían entrado a registrar un piso sospechoso a causa de una alerta terrorista. Después de registrar el edificio y comprobar que no había ningún paquete explosivo, abortaron la misión.

Salieron todos, menos Juan. Y cuando David entró a buscarle, lo encontró de pie sobre una plancha detonante.

Muchas veces les habían advertido en la base militar acerca de las minas, pero nunca se habían visto en aquella situación. Si algún militar tenía la mala suerte de pisar una, cabían dos posibilidades: o estallaba inmediatamente o se iniciaba una cuenta atrás, que proporcionaba el tiempo justo para evacuar el edificio. En el segundo caso, el soldado no podría abandonar su posición porque, si no, el explosivo detonaría debido al cambio de peso en la placa.

-Ahora vuelvo -David salió de la sala y se reunió con el resto del batallón.

Tenían pocos minutos para salir de allí. Por suerte, era una zona poco habitada y no les llevaría mucho tiempo sacar a los vecinos. Tomaron otra decisión en la que la mayoría de ellos no estuvo de acuerdo, pero David se negó rotundamente a cambiar de idea. Discutir iba a ser una pérdida de tiempo, y en esos momentos era lo más valioso que tenían.

-Juan -procuró sonar firme-, hemos llegado a un acuerdo. Regresas a casa.

El muchacho parecía desconcertado, pues no se merecía aquello. No podía dejar viuda a su mujer y huérfano a su hijo pequeño. Su familia le esperaba. A David, sin embargo, no le aguardaba nadie.

-Voy a apoyar el pie en la placa y tú vas a levantar el tuyo.

-¡No quiero que mueras por mí!

-Mi decisión no es opinable. Ahora voy a poner el pie y tú alzarás el tuyo. Está en juego la vida de los habitantes de la zona y de tus compañeros. Sé rápido. Un movimiento limpio y después os largáis de aquí.

Con una sorprendente agilidad depositó su peso en la placa detonante y Juan quedó libre.

-David...

-Corred. Os quedan apenas siete minutos -miró a su amigo, que seguía esperando-. Tu familia te necesita. Además, tienes que enseñar a Jorge a jugar al béisbol.

-Cierto -sonrió por aquel comentario, aunque las lágrimas le corrían por el rostro-. Nunca te olvidaré, amigo.

-Vamos, daos prisa… El tiempo se agota.

Antes de abandonar la habitación, Juan despidió con un gesto militar a su compañero, que se lo devolvió con orgullo.