IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Sin zapatos

Georgina Mármol Ramon, 15 años

                  Colegio Aura (Tarragona)  

Hasta hace diez minutos estuve sentada en el sofá sin actividad alguna, hasta que pasó mi hermana llorando a chorros. Pensé que se debería a cualquier tontería, como de costumbre, como anteayer, cuando apareció lloriqueando porque mamá no le dejaba llevar al colegio la pelota que le había regalado mi abuela... Pero no; esta vez sí que le había ocurrido algo importante, pero importante de verdad: no encontraba el zapato izquierdo de su muñeca. Después de consolarla, me he decidido a escribir un suceso personal que, con el paso del tiempo, va aumentando su gracia.

Ocurrió hace dos años. Por razones que no vienen al caso, mis padres me habían prohibido salir con los amigos durante dos meses (teniendo en cuenta que estábamos a finales de mayo, cuando ya podemos respirar el verano, reconozco que mis padres me apretaban ahí donde más duele). Así que no podría ir a la playa con mi pandilla al salir el viernes del colegio el viernes, lo que me daba mucha rabia.

Ni corta ni perezosa le dije a mi madre que una compañera me había invitado a su casa para acabar de repasar el temario de matemáticas. Ella, al fin, aceptó (todo sea por motivos académicos...). Total, que el viernes por la tarde aparecí en la playa con mi mochila. Lo cierto es que aquella tarde la pasamos de película. Nada más llegar me quité los zapatos y los dejé a la orilla, impaciente por mojarme los pies por primera vez el año. Alguien había traído consigo una pelota de voleibol que dio mucho de sí. Hicimos castillos de arena y, finalmente, nos sentamos a descansar un poco mientras contábamos chistes y anécdotas.

La marea iba subiendo a medida que pasaban los minutos. A las ocho y media decidimos volver a casa. Fue entonces cuando me di cuanta de que no tenía zapatos. No quedaba ni rastro de ellos, por lo que tuve que volver descalza hasta mi casa. Suerte que vivo cerca de la playa... Pero no penséis que se acabó la diversión con aquel disgusto, porque en mi grupo nunca ha faltado sentido del humor. Empezamos a especular sobre mi llegada triunfal y la cara de mis padres ante mis pies desnudos rebozados en arena. Ya faltaba poco para llegar: doblar una esquina y entrar por la puerta. Entonces recordé que mi padre no se encontraba en casa porque estaba con un viejo amigo. Eso me facilitaba las cosas. Si mi madre se encontraba preparando la cena, podría entrar sin problemas con un simple y rápido: “¡hola mamá, ya estoy aquí!” mientras subía a mi habitación como una bala dispuesta a tomar una ducha.

Mi madre estaba en el comedor y no en la cocina. Sin problemas pude disimular el extravío. Bajé a cenar con mis preciosas zapatillas y fingí tener un ligero dolor de cabeza, dado el sobreesfuerzo realizado ante los libros. Lo único que me preocupaba era que tendría que pensar de qué forma le explicaba a mi madre la desaparición de mis zapatos nuevos. Entonces se abrió la puerta principal y tras ella apareció mi padre sosteniendo unos zapatos verde manzana ligeramente humedecidos, como si lloraran la separación de su boquiabierta dueña.

¿Por qué tendría que ser, el viejo amigo de mi padre, aficionado a la pesca?