IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Sociedad sin Navidad

Alberto Frías, 16 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

La Navidad se consumió. Mejor, la consumimos. Abusamos de ella, llevándola a tal extremo, que decidió que no debía existir. Los sentimientos originales que la Navidad solía inspirar (felicidad y alegría) se habían transformado. Ya no se armaban los belenes, no había muérdagos bajo los que besarse, no se veía el verde de un abeto, no se colocaban calcetines sobre la chimenea. Ya no. La fiesta de la Navidad se fue convirtiendo en un recurso comercial que se fue adelantando tanto que ya nadie sabía dónde culmina. ¿Por qué no empezar en junio? Pensaron las mentes grises de la publicidad. Primero, sustituyeron los símbolos religiosos, luego las costumbres y más tarde el conjunto total de estas fiestas. ¿Y que pasó entonces? Que la Navidad decidió que no le dejaría su nombre a una “fiesta” sin contenido y desapareció.

A partir de entonces intentábamos pronunciar aquella palabra amable pero no salía de nuestros labios. Intentábamos escribirla y la pluma ni siquiera se movía. Más de una vez leí un “Feliz Nafidaz” mientras el sol ardiente se reflejaba en los esqueletos colgados cerca de aquel cartel erróneo. Al ver que no podíamos hacer nada para arreglar aquel desastre, dejamos de celebrarla.

Aunque debo decir que la autentica Navidad sobrevivió en algunos grupos aislados. Pero pronto se encontró con otra decepción. Había llegado el tiempo de vacaciones de diciembre, ahora llamado “Tiempo vacio”. La gente corría atareada al reclamo de los comercios, que habían puesto una oferta especial. No distinguí ninguna sonrisa; todo el mundo estaba triste y malhumorado. Al marcharse la autentica Navidad, la Alegría decidió irse con ella. Ya nadie recordaba la última vez que fue feliz. Se buscó tanto y de tal manera el placer, que lo importante desapareció.

De repente, un niño se separó de la mano de su madre y se lanzó corriendo hacia la carretera. El tráfico era fluido y ningún coche advirtió la presencia del pequeño. En el mismo instante del impacto, unos fuertes brazos envolvieron al niño, que yació ileso en la otra acera. Menos suerte corrió el valiente que ocupó su lugar: su cuerpo quedó destrozado. Entonces cayó un copo de nieve. Hacía tanto tiempo que no se veía uno -quizás desde la última Navidad autentica-, que resultó algo nuevo. Al primer copo le siguieron cientos y cientos. En unos minutos el cuerpo quedó sepultado. Entonces respiró completo, sin rasguños. Pero había algo extraño. Su boca mostraba todos los dientes en una cálida sonrisa.

La gente exclamó cuando se puso en pie y buscó al niño para regalarle un bastoncillo de caramelo. Le acarició el flequillo cariñosamente, manteniendo la sonrisa. Aquel pequeño nunca había visto una sonrisa. Pero rápidamente la asimiló como algo bueno. Comenzaron los cuchicheos, que se convirtieron en sonrisas que imitaban la del hombre. Entonces brotaron los antiguos recuerdos de la Navidad.

Seguí con la mirada al hombre atropellado. Le vi bajar la cabeza al tiempo que comenzaba a caminar entre los peatones, contagiando aquella felicidad. Irradiaba un calor especial, hogareño, que evocaba aquellas reuniones familiares en las que se cantaban villancicos.

Sonó mi teléfono móvil. Era un nuevo mensaje. “Feliz Navidad”, leí.