XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Sofía y yo 

Isabel Muñoz Sánchez, 16 años 

Colegio Zalima (Córdoba) 

Sofía volvió a su casa con los ojos brillantes. Un sudor frío le perlaba la frente. La voz le tembló al pronunciar mi nombre. No era su voz de siempre sino la que ponía cuando algo iba mal. Siempre que la veo así aparto mi dignidad a un lado e intento hacerla reír a base de locas payasadas. Su sonrisa es mil veces mejor que cualquier otra recompensa.

Esa vez fue la excepción, porque cuando atravesé el pasillo a la carrera, chocando contra el sofá, no se rio. Y cuando agarré por el brazo al suave Titi, mi segundo mejor amigo, no sonrió. Por supuesto no me di por vencido. Al fin y al cabo soy su mejor amigo y confidente. Así que ladré lo más alto que pude, hasta que al rato capté su atención. Entonces noté que sus labios se curvaban hacia arriba.

—Tranquilo; perdóname… 

Parecía que estuviese a punto de echarse a llorar. Yo no quería que Sofía llorase.

—El virus –murmuró para sí, colocándome el bol con comida junto a su silla–. Ha cruzado las fronteras y se está expandiendo por la ciudad. Hoy hemos perdido a las dos primeras personas.

Dejé de comer. No había entendido nada de lo que acababa de decir. 

—Hay suelto un… bichito, que hace que la gente se ponga muy enferma –tradujo con voz queda, removiendo desganada la sopa de su plato. 

Me vinieron a la mente las imágenes impresas en cierto libro del que Sofía no se separó durante años. La ilustración de un ser lleno de poros y tubos carnosos seguía siendo la causa de muchas de mis pesadillas. Quizás ese era el bichito del que hablaba. No lo sé.

Sofía no se terminó la comida. Pasó la tarde encerrada en su habitación, recibiendo mis visitas de cuando en cuando para permitirle algún abrazo y que me hablase en aquel lenguaje que sólo ella y yo podíamos entender. Aquella noche noté que no dejaba de dar vueltas y más vueltas en su cama, tantas que hasta yo mismo me mareé. 

Desperté al escuchar la alarma del reloj. Me extrañó mucho la ausencia de Sofía en la habitación, pues siempre me esperaba para desayunar antes de marcharse. Troté hacia la puerta principal y la pillé in fraganti cogiendo las llaves para salir. No pude evitar soltar algún que otro ladrido lastimero.

—Lo siento… –me dijo, poniéndose en cuclillas y sujetando mi cabeza entre sus manos enguantadas–. De verdad que lo siento.

 Posó un beso en mi frente antes de levantarse y abrir la puerta. La seguí. Aún no podía marcharse, no era la hora.

—Tengo que irme –Sofía me hizo un gesto para que volviese a entrar en el piso–. ¿Es que no quieres que el bichito desaparezca? 

En aquel momento no me importó el virus, ni la gente ni absolutamente nada. Sólo el mal presentimiento que se cernía sobre nosotros.

—Adiós.

Me quedé rozando la puerta cuando ella la cerró. Eché a correr hacia la ventana y la vi cuando arrancaba el coche. Entre sollozos me pregunté por qué Sofía me abandonaba tan pronto. Mi ronco aullido se ahogó bajo el ruido del motor.

¡Qué pesadilla de día! Me pasé la mañana y la tarde completamente solo. Ni siquiera durante la hora del almuerzo tuve la compañía de mi dueña. Y solo encaré también a la noche. 

Nunca había aguantado tanto tiempo despierto. Cuando por fin escuché el familiar sonido de las llaves en la cerradura, jadeé impaciente, galopé y comencé a rascar la puerta. Pero al verla entrar, retrocedí. Venía con ojeras y desprendía un olor de lo más desagradable. Además, en su cara había unas marcas rojizas, como si algo hubiese apretado su delicada piel. Y nada de abrazos o caricias. Se fue directamente al cuarto de baño, en un andar tambaleante, donde se encerró un buen rato. 

Durante toda la semana llegó a casa con aquellas trazas. Poco a poco empecé a sentir indiferencia por quedarme solo y por el estado cada vez más demacrado de Sofía.

Un jueves, después de que el despertador sonara repetidas veces, me extrañó comprobar que seguía dormida. Lejos de alegrarme, subí de un salto a su cama y comencé a ladrar. Aparté las sábanas que cubrían su rostro empapado en sudor. 

–Una fiebrecilla de nada… Es sólo una fiebrecilla de nada… –la había escuchado murmurar por la noche, cuando se puso un paño empapado sobre la frente. 

Cuando abrió los ojos me apartó entre toses y alcanzó su teléfono móvil. Realizó una llamada que duró poco más de un minuto. Entonces se abrazó a mí, balanceándose levemente y susurrando algo que sonaba a “Todo saldrá bien…”. 

Más tarde llamaron al timbre. Sofía se tambaleó de camino a la entrada después de ponerse una tela azulona sobre la nariz y la boca. Me dispuse a seguirla, pero entornó la puerta tras ella, impidiéndome el paso.

—Quédate… –volvió a toser–. Quédate aquí. Y no te muevas.

Me eché sobre la alfombra, desde donde escuché voces y puertas que se abrían y cerraban durante horas. 

El sol brillaba con fuerza cuando un ruido reavivó mis sentidos. Olvidé la orden de mi dueña y abandoné la habitación. Sofía sollozaba en el salón. De un salto me metí en su regazo, obligándole a que soltara el móvil encendido en una conversación. Me abrazó con fuerza y lloró, murmurando contra mi pelaje palabras cortadas en toses. Al sentir que algo se rompía en mi pecho, deseé decirle que fuera cual fuese el motivo de sus lágrimas, siempre estaría junto a ella para espantarlas como el perro fiel que soy.