XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Sol y fuego 

Isabel Muñoz Sánchez, 16 años 

Colegio Zalima (Córdoba) 

Desde el mismo lugar que me vio nacer, todos los días contemplaba el pasar el sol. El astro se asomaba majestuoso, lentamente, desde sus aposentos nocturnos para, después, romper a danzar en el manto inmenso del cielo, desde donde observaba a todas las criaturas que tenía a su merced. El Gobernador –ese era el título que muchos le otorgaban en estos lares– nos alimentaba y cuidaba bien, nos ofrecía su calor. Le debíamos mucho más a esa enorme bola de fuego de lo que llegábamos a imaginar. Había quienes le consideraban un ser divino. No era mi caso. También yo he realizado actos semejantes a los suyos, y en absoluto me considero un dios. 

Digamos que yo provocaba cierta veneración entre los individuos del bosque. Los chavalines, recién cepillados por las ásperas lenguas de sus madres, me respetaban; los adultos, que lucían la elasticidad de sus cuerpos o presumían del tamaño de sus colmillos y cornamentas, también; y los ancianos, que se arrastraban lentamente de un lado a otro y se refugiaban en oscuros escondrijos, más aún. Los escuchaba hablar de mí cada mañana mientras se acicalaban sus pelajes con hocicos, garras y pezuñas. Sabían que soy quien más veces ha visto pasar la luz de fuego a la que adoraban. Sabían que mi piel estaba más arrugada que cualquier otra. Sabían que mi cuerpo ha soportado mucho más que el de ningún otro. 

Sin ir más lejos, las hojas que me recubren han servido de alimento a miles de animales. Mis ramas han sostenido millones de capullos y nidos, unos más elaborados que otros. Mis raíces han servido de refugio a cientos de criaturas. Y todo mi yo ha estado a la completa disposición de cualquier ser vivo que se sintiera amenazado por las fuerzas mayores que acechan el bosque día y noche. Para esas fuerzas yo era demasiado robusto, demasiado fuerte y demasiado viejo. Aunque también demasiado aburrido. Supongo que por eso nunca levantaron sus armas contra mí. Los conejos, los jabalíes y los ciervos le ponían más emoción a su violento juego de lo que yo era capaz de proporcionarles. Al menos, eso creí hasta que vi el primer chispazo. 

En un principio pensé que el sol se había desprendido de su pálido lecho. Deduje que estaba cansado de este lugar y había tomado la decisión de descargar su ira sobre nuestras cabezas. Pero cuando descubrí a aquellos tres malvados huyendo entre risas, dejando tras de sí una nube de toses y voces graves, supe que había sido una fuerza mayor la que había arremetido contra nosotros. Los animalillos más jóvenes galopaban entre gritos de pánico, tratando de encontrar una salida a través de la densa humareda, evitando mirar atrás, allí donde las llamas consumían a sus padres y abuelos, incluso a sus hermanos recién paridos. O viceversa. También fui testigo de cómo las lenguas abrasadoras abrazaban los troncos de mis semejantes. ¡Oh!... aún escucho sus gritos desesperados y las agitadas respiraciones de sus hojas, sedientas de luz y oxígeno. 

Los destellos amarillos, rojos y naranjas se me acercaban como los hombres de maliciosas sonrisas que los habían prendido. Mis raíces, que habían servido de refugio a tantos animales de mi bosque, se consumían; las ramas que tantos capullos y nidos habían sostenido, ardían en llamas dolorosas; mi piel, vieja y arrugada, a la que tantas veces el sol había acariciado, empezaba a chamuscarse en un negro irreversible... Mis ciento veintitrés años empezaban a ser olvido.