XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

¡Sorpresa! 

Ignacio López Martín, 16 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Marta dormía plácidamente. Había sido un largo y pesado día de trabajo, pues María, su compañera, tuvo que atender una urgencia de última hora, por lo que tuvo que sustituirla durante toda la tarde, cuando ella solo trabajaba en la farmacia por las mañanas. 

El reloj de su apartamento marcaba la una y media de la madrugada. Más allá del típico sonido de las tuberías y el crujir de la antigua madera, lo único que alcanzaba a oírse eran las respiraciones de Marta, largas y profundas. Hasta que, de repente, se escuchó un chirrido que no fue suficiente para despertarla. Sin embargo, una helada brisa entró por la ventana e hizo que Marta tuviera un escalofrío. Abrió ligeramente los ojos con disgusto, agarró su grueso edredón y se cubrió con él hasta los hombros. Después de sentir que el calor regresaba a su cuerpo, trató de recuperar el sueño. Relajó su mente y respiró con calma, pero cuando estaba a punto de quedarse nuevamente dormida, se percató de que la ventana estaba abierta. 

Todo su cansancio se esfumó y su corazón se puso a latir a una velocidad considerable. Ella nunca dejaba la ventana abierta, ni siquiera en verano. Estaba segura de que la había cerrado antes de irse a dormir. Se acercó, temblorosa, y asomó la cabeza por el vano. Solo vio un gato rebuscando entre la basura, así que la cerró y volvió a meterse en la cama. Al rato se durmió de nuevo, pero no pasaron ni cinco minutos cuando volvió a incorporarse de un brinco. Aquella ventana pesaba demasiado como para que se hubiera abierto por sí sola, lo que solo podía significar que había una persona en la habitación. 

Marta apretó el interruptor de la lámpara de su mesita. No se encendía. «El momento perfecto para que se vaya la luz», pensó con fastidio. Miró el reloj de la pared: las manecillas señalaban las dos menos cuarto. Cogió su teléfono móvil, encendió la linterna que tenía incorporada y observó a su alrededor: no había nadie. Tenía que mirar debajo de la cama. Se agachó con cautela, sujetó el móvil con fuerza y alumbró: nada. Su preocupación se atenuó, pero no desapareció del todo. Todavía le quedaba inspeccionar el armario, al que se acercó con pasos sigilosos. Alargó el brazo, tomó el pomo, lo giró suavemente y, armándose de valor, tiró de la puerta con fuerza. Finalmente pudo soltar todo el aire que llevaba aguantando en los pulmones, al descubrir que no había nadie. 

«Cómo he podido ser tan tonta» pensó para sí. Cerró el armario y se fue directa a la cama. En su rostro se dibujó media sonrisa mientras pensaba: «La verdad es que la situación tiene su gracia». Después de eso cerró los ojos, y aunque tardó algo más de lo habitual debido a los nervios acumulados, se quedó dormida. 

A las ocho y cuarto de la mañana Marta salió de su casa para coger el autobús que la llevaría a la farmacia. 

Su compañero, Juan, como de costumbre, la esperaba en la puerta fumándose un cigarrillo. 

—¡Buenos días princesa!— exclamó con expresión burlona—. ¿Qué horas son estas de llegar al trabajo? 

Ella sacó la lengua para hacerle una mueca y entró en el local. Su primer cliente no tardó ni diez minutos en llegar. 

—Buenos días. Traigo una receta.

La joven la examinó detenidamente, tratando de entender la caligrafía del médico.

—Juan, ve a por paracetamol. 

—A sus órdenes— respondió.

Mientras su compañero buscaba el fármaco, Marta notó que el cliente la miraba repetidas veces, y que de seguido consultaba su móvil.

—Aquí tiene. Gracias y vuelva pronto. 

El hombre se quedó fijo en ella unos segundos más, con la mirada perdida, hasta que volvió en sí y salió por la puerta haciendo un gesto de despedida con la mano, pero sin pronunciar palabra. 

Lo más extraño fue que el resto de clientes también se comportaron de una forma similar: la miraban repetidas veces, algunos confusos, otros sorprendidos. Llegó un momento en el que la joven, tras atender a una señora, le pidió a Juan un relevo. 

—De verdad que no sé qué pasa. Todos me miran muy raro; no es normal.

—Te lo estarás imaginando —respondió él—. A veces me ocurre lo mismo: siento que el mundo está en mi contra, pero al final me doy cuenta de que son cosas mías.

—No, Juan, te prometo que es diferente. Se me quedan mirando con descaro, como si fuese alguien extrañamente familiar para ellos y trataran de averiguar el por qué.

Sentada en una silla, con la cara entre las manos, Marta miraba al suelo. Su compañero no abrió la boca. Pasados diez segundos, se dio cuenta de que Juan observaba la pantalla de su móvil, con la boca entreabierta y los ojos como platos. Se cruzaron las miradas y él le mostró una foto publicada por un usuario en Instagram, en la que una joven aparecía dormida. 

—Marta —le dijo con voz temblorosa—, la ha subido un usuario anónimo esta mañana; es la única publicación de su perfil junto con varias fotos más y un vídeo, todos con la misma chica de protagonista… Y resulta que la chica eres tú. 

Marta se levantó tan rápido que tiró la silla al suelo, alargó el brazo y cogió el móvil de Juan. Observó cada una de las fotos detenidamente, ampliándolas varias veces, y después el vídeo, en el que pudo verse a ella misma mientras dormía. De pronto, una figura oscura se sentaba a su lado y la miraba fijamente, para levantarse de nuevo y desaparecer del encuadre. Marta dejó el teléfono en el mostrador, pálida y atónita. 

—Necesito marcharme de aquí.

No tardó en llegar a su casa. Inspeccionó el piso para asegurarse de que nadie se encontraba allí y que todo estaba en su sitio. Le costaba creer que alguien hubiera entrado en su habitación la noche pasada. Llegó a su cuarto y se sentó en la cama, donde rompió a llorar. Estaba asustada. Entonces sonó su teléfono; era Juan.

—¿Estás mejor?

—Sí, tranquilo —le respondió—. Voy para allá. 

—No te preocupes; puedo quedarme solo. Por cierto, ¿a qué venía ese vídeo? ¿Qué ha ocurrido? 

—No tengo ni idea; es muy extraño. Anoche me desperté y encontré que la ventana estaba abierta. Revisé la habitación, sin encontrar nada sospechoso. Pero parece ser que había alguien.

—No termino de entenderte. ¿Dices que alguien entró en tu casa, pero que no lo viste?

—Fue muy raro Juan, no sé muy bien cómo pasó, pero el caso es que… –dejó de hablar y se le resbaló el teléfono de la mano. 

La pantalla se rompió en pedazos contra el suelo de su cuarto. Pero ella no se inmutó. Congelada como una estatua, había palidecido. Sus ojos estaban fijos en un hombre que la miraba desde el techo.

–¡Sorpresa!... –la saludó.