IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Sueños

Beatriz Fdez Moya, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

“Queridísimo Rafael:

Dentro de una semana volveré a la estación de Lyón, que tanto odié desde mi llegada a esta ciudad, hace mas de veinte años. Tomaré el tren con destino Madrid para luego coger un AVE que me llevará a Sevilla, mi añorada ciudad. Sé que me esperarás y sé que te reconoceré entre la gente. Te reconocería aunque hubiesen pasado mil años.

Cristine”

Rafael sostenía la nota entre sus gastadas manos a causa de la gubia, compañera inseparable de trabajo, y la releía nervioso mientras esperaba la llegada del tren. Albergaba serias dudas de que Cristine fuera a reconocerlo. El paso de los años habían calado en él. Ahora era un hombre robusto con el pelo cano y de expresión seria. Muy distinto del muchacho joven y alegre que ella conoció. Tan sólo había una cosa que había permanecido imperturbable en él: aún la amaba. Su sueño durante los últimos veinte años estaba a punto de convertirse en realidad. En un atardecer a las orillas del Guadalquivir se prometieron amor eterno.

Recordó aquel verano. Fue entonces cuando su amor quedó al descubierto y fue brutalmente prohibido. Ella era unos años más joven que él, hija de un banquero. Él era el hijo de un ebanista que sólo pudo darle un oficio. Así que la mandaron a estudiar a Lyón y nunca más volvió a saber de ella. Rafael le había enviado cientos de cartas, pero sus pliegos habían caído en saco roto.

Eso era todo. O eso era nada. ¿Cómo podría explicarle su vacío de los últimos veinte años? Prefería borrarlos de un plumazo y que su última memoria fuera la del último atardecer en que estuvieron juntos. Deseaba que todo lo que vino después hubiera sido una pesadilla y que ahora le tocara despertar. Querría volver a ser un muchacho que veinte años que aún no comprendía el mundo que le rodeaba.

Los altavoces que anunciaban la llegada del AVE con procedencia Madrid lo sacaron de sus cavilaciones. Una marea de gente se agolpó a su alrededor. Rafael se colocó al final de las escaleras mecánicas. Los viajeros iban llenando el andén. Buscaba a una mujer de treinta y siete años. Tendría que ser rubia y lucir unos penetrantes ojos azules. Pero allí no había nadie que respondiera a esas características. Aguardó a que el andén se quedara desierto. El tren se volvió a poner en marcha. Entonces, cabizbajo, se dirigió a la salida.

No había caminado mucho cuando alguien le tocó suavemente el hombro. Esperanzado se volvió para verse reflejado en unos penetrantes ojos azules. Esa mirada había formado parte de sus sueños durante años…, pero los ojos pertenecían a un joven tan alto como Rafael.

-¿Es usted Rafael de la Vega?

Asombrado, respondió con un leve asentimiento. El extraño volvió a tomar la palabra.

-Supongo que pensará que estamos en clara desventaja, pues yo le conozco y usted, a mí, no. Me presentaré: soy Pierre, el hijo de Cristine.

El asombro de Rafael iba en aumento. Le habría encantado formular un montón de preguntas, pero Pierre parecía dispuesto a aclararlo todo.

-Mi madre murió hace varios años a causa de un cáncer. Se casó con mi padre al poco tiempo de llegar a Lyón. Mi padre era mucho mayor que ella, el tipo de hombre que mis abuelos querían como esposo para su única hija. Pero ella no lo amaba. Fue muy desdichada y me habló mucho de usted. Yo siempre he querido ser ebanista, pero mi padre decía que era un trabajo poco noble. Ella quería que, cuando yo tuviera la edad suficiente, viniera a buscarlo para que me enseñara el oficio. Pero yo no quería oponerme a mi padre. Él murió hace unos meses… Le envié la nota, Rafael, haciéndome pasar por ella, ya que pensé que así me aseguraba que usted vendría. Y aquí estoy, cumpliendo la última voluntad de mi madre, que me rogó que le tratara como un padre.

La última frase había dejado a Rafael sin palabras. Una lágrima luchaba por correrle mejilla abajo. La apartó delicadamente. El tiempo no le había devuelto sus sueños, pero se contentó con saber que su amor no había sido en vano, que en otra ciudad su idealizada Cristine también había soñado con volver a sus brazos. Se dio cuente de que no había sido el único que había vivido aferrado a los recuerdos de aquel verano… Cogió la maleta del que, a partir de ahora, sería su hijo y apoyó la otra mano en el hombro del joven, con el que se dirigió hacia el coche.